jueves, 30 de septiembre de 2010

El Hayedo de Montejo

El Hayedo de Montejo es uno de los espacios naturales de mayor interés de la Comunidad de Madrid y también uno de los más visitados.

Se localiza en el término municipal de Montejo de la Sierra, un pequeño pueblo del vértice septentrional de la región, en la cuenca hidrográfica del río Jarama, justo en el límite con la provincia de Guadalajara.

Se encuentra legalmente protegido desde 1974, cuando fue reconocido como Sitio Natural de Interés Nacional por parte del Estado. En el año 2005, este grado de protección quedó reforzado por la UNESCO, al quedar incluido dentro de la declaración de Reserva de la Biosfera de la Sierra del Rincón.

Con este nombre, de reciente implantación, se conoce la zona montañosa comprendida entre las sierras de Guadarrama y Ayllón, que abarca los términos municipales de La Hiruela, Horcajuelo de la Sierra, Prádena del Rincón y Puebla de la Sierra, además de Montejo.



El Hayedo de Montejo tiene una superficie de apenas 250 hectáreas. Se extiende por la ladera de una montaña, en las proximidades del Puerto de El Cardoso, que desciende en pronunciada pendiente hasta el cauce de un recién nacido Jarama.

En este punto, el río baja breve y humilde, como pidiendo permiso a las hayas que encuentra a su paso. Aún le queda mucho para encontrarse con el Lozoya, el Henares, el Manzanares y el Tajuña, cuyas aportaciones de agua harán de él el principal afluente del Tajo.

Los méritos ambientales y paisajísticos del Hayedo de Montejo son muchos. No sólo es el único bosque de estas características que podemos encontrar en Madrid, sino también uno de los pocos hayedos que existen en la Península Ibérica, más allá de los reductos de la Cordillera Cantábrica y de los Pirineos, donde se dan las condiciones meteorológicas idóneas para su hábitat, preferentemente un elevado nivel de precipitaciones.

Aunque frecuentemente se afirma que es el hayedo más meridional de Europa, se trata más bien de una leyenda que de un dato objetivo. Los hay más al sur en numerosos enclaves de Grecia, de Italia e, incluso, de España, caso de la Fageda del Retaule, que se ubica entre las provincias de Tarragona y Castellón.

El Hayedo de Montejo se formó en épocas postglaciales y ha llegado hasta nosotros gracias a un microclima que favorece la humedad, captada de las masas de aire que no chocan contra la sierra. Además, la ladera sobre la que se asienta casi siempre permanece en la sombra.



El paseo por este paraje no puede ser más sugerente, sobre todo en otoño, con el gran espectáculo de ocres, naranjas, amarillos y rojos que ofrece la caída de la hoja. Cuando nosotros lo visitamos, hace unos cuantos días, la escenografía era otra, con los árboles aún vestidos de verde, pero igualmente fascinante.

Existen varios recorridos, todos ellos guiados y bajo un estricto control de los accesos, con objeto de garantizar la correcta conservación de las especies vegetales y animales.

Hay una senda que discurre paralela al río Jarama, en la que conviven a partes iguales sensaciones visuales y auditivas, estas últimas procedentes del evocador murmullo de la corriente del agua.

Otro de los caminos se dirige hacia la montaña, laderas arriba, adentrándose en la espesura del bosque. El notable tamaño de las hayas, con más de 20 metros de altura, y la escasa luz solar, que difícilmente se abre paso entre las copas de los árboles, lleva al visitante a tomar conciencia de su insignificancia frente a la naturaleza.



Existen ejemplares de más de 200 y 300 años. Algunos de ellos se elevan majestuosos, como intentando escapar de la umbría, pero otros yacen derribados en el suelo, con sus troncos convertidos en tierra de abono para hierbajos, musgos y líquenes.

El Hayedo de Montejo no sólo está poblado por hayas, sino también por robles, cerezos silvestres, avellanos, abedules, acebos, rebollos, brezos y servales, entre otras plantaciones.

Aquí tiene su morada una variada fauna, que, dadas las reducidas dimensiones del lugar, son más representativas de los ecosistemas mediterráneos que de los grandes bosques de hayas del centro europeo.

Haciendo una selección muy rápida, cabe destacar la presencia de mamíferos como el corzo, el jabalí, el tejón o la nutria y de aves como el águila calzada, el picapinos o el cárabo común.

lunes, 27 de septiembre de 2010

La iglesia medieval de Prádena del Rincón

Prádena del Rincón es un municipio de apenas 120 habitantes, situado en el vértice septentrional de la Comunidad de Madrid, en plena comarca de la Sierra Norte.

Su término se extiende por una zona montañosa, recientemente bautizada como la Sierra del Rincón, cuyo interés ambiental ha merecido la declaración de Reserva de la Biosfera por parte de la UNESCO.

Además de poseer un entorno natural privilegiado, este pequeño pueblo cuenta con uno de los monumentos medievales más interesantes de la región madrileña.

Se trata de la Iglesia de Santo Domingo de Silos, que sorprende por la singularidad de su traza y la convivencia de dos estilos que, como el románico y el mudéjar, son difíciles de encontrar en una misma edificación.

Especialmente importante es su pórtico septentrional, que mantiene intacta su magnífica factura mudéjar.


El templo pudo ser levantado en el siglo XII, en el contexto de los procesos de repoblación llevados a cabo por los cristianos, tras la reconquista del centro peninsular a finales del siglo XI.

Se sabe que, en un primer momento, estuvo dedicado a Santo Tomé y que, en 1529, quedó bajo la titularidad de Santo Domingo de Silos.

El cambio de advocación fue aprovechado para realizar diferentes obras de reforma, que supusieron la desaparición de la nave primitiva y la construcción de un segundo pórtico, en la fachada meridional, por donde hoy día se accede. Afortunadamente, la torre, el ábside, el presbiterio y el atrio del lado norte se conservan en estado original.

Todo ello está siendo objeto de una profunda restauración, por parte de la Comunidad de Madrid.

Descripción general

Como es preceptivo en la arquitectura religiosa medieval, la cabecera se orienta a levante. De estilo románico, está formada por un ábside semicircular, hecho en sillarejo, que se cubre mediante una bóveda de cuarto de esfera apuntada.

En su punto central se abre un pequeño vano, que asemeja una aspillera. Existe una segunda abertura en uno de los lados, de mayores dimensiones, realizada en época moderna.

El exterior del ábside es prácticamente liso, excepción hecha de la cornisa, recorrida por una corona de canecillos con algunos motivos geométricos, como bolas.


La cabecera queda unida a la nave por medio de un tramo rectangular, algo muy común en el estilo románico. Menos frecuente resulta la situación de la torre, que se eleva sólida y poderosa desde el presbiterio, ocupando la totalidad de su planta. El modelo más común, al menos en tierras castellanas, es una ubicación en el costado norte.

Esta configuración confiere al conjunto un aspecto fortificado, sensación que queda remarcada por la desnudez de los muros, las grandes magnitudes de los distintos elementos arquitectónicos y la presencia de diferentes piezas que recuerdan la arquitectura militar medieval, caso de las aspilleras.


En la parte superior de la torre se ubica el campanario, con cuatro troneras en los lados oriental y occidental y dos en los flancos restantes. Dos de ellas se destacan en tamaño, tras procederse a su ampliación para poder alojar las campanas.

La torre presenta fábrica de mampostería, si bien los esquinales del campanario y los arcos de las troneras son de ladrillo. Su acceso se realiza por medio de una escalera de caracol, adosada a la torre por su parte exterior y protegida mediante una estructura de mampuesto.

En lo que respecta al interior, hay que mencionar el arco apuntado y doblado, que sirve de nexo entre el presbiterio y la nave, también de origen medieval, así como una pila bautismal de piedra, de finales del siglo XVI.

El altar mayor estuvo decorado con un retablo de estilo churigueresco, realizado en 1716, pero se perdió en un incendio. Sólo consiguió salvarse una imagen de Nuestra Señora del Carmen, patrona de Prádena, que fue rescatada por los propios vecinos.

El pórtico septentrional

Dejamos para lo último la galería porticada del lado norte, sin duda alguna el elemento de mayor valor arquitectónico de todo el templo. Es de las pocas partes de la iglesia que no tiene fábrica de piedra, sino de ladrillo, siguiendo pautas marcadamente románico-mudéjares.

Los expertos consideran que se trata del mejor pórtico que se conserva de este estilo. A diferencia de los existentes en Órbita (Ávila), Fuentepelayo y Cúellar (Segovia), ha llegado hasta nosotros completo, sin grandes alteraciones posteriores, lo que le da una relevancia histórica enorme.

Vista de la fachada septentrional, con el pórtico románico-mudéjar en primer término. Cuando visitamos el templo (septiembre de 2010), el pórtico se encontraba oculto por los trabajos de restauración que está llevando la Comunidad de Madrid en el conjunto de la iglesia. Por esta razón, hemos tomado prestada esta fotografía de www.astragalo.net, donde puede apreciarse la galería porticada sin andamiajes.

El románico-mudéjar, también conocido como mudéjar castellano-leonés o románico de ladrillo, es realmente una degeneración del románico propiamente dicho. Surgió en León en el siglo XII y se expandió por las actuales provincias de Zamora, Salamanca, Valladolid, Ávila y Segovia, hasta traspasar el Sistema Central, alcanzando la parte septentrional de la Comunidad de Madrid y la occidental de Guadalajara.

Su rápida propagación fue posible gracias a la sustitución de la piedra, característica del románico puro, por el ladrillo, mucho más económico y fácil de trabajar, lo que redujo sensiblemente los costes y los tiempos de construcción.

Este material abrió nuevas posibilidades en el tratamiento de los volúmenes y de las formas, hasta entonces inéditas, dando lugar a un nuevo estilo, que, sin apartarse de los principios fundamentales del románico convencional, pronto adquirió rasgos propios y exclusivos.

Interior del pórtico, en plena restauración.

El pórtico de Prádena del Rincón es de planta rectangular y está adosado a la fachada. Presenta cubierta de teja árabe, que se dispone inclinada a modo de prolongación del tejado de la nave principal.

Su fachada principal consta de cinco vanos, todos con la misma luz y la misma altura, salvo el central, que tiene un tamaño mayor, pues inicialmente debió ser un acceso. Están formados por arcos doblados de medio punto, recuadrados mediante un alfiz. Hay también arcos similares a los lados, uno por cada costado.


Antigua portada principal, también en restauración.

Bajo el pórtico se encuentra la que, en su momento, fue la entrada principal de la iglesia, un excelente ejemplo de portada románico-mudéjar. En consonancia con el modelo imperante en el siglo XII, está arquivoltada y enmarcada dentro de un alfiz. En concreto, tiene cuatro roscas semicirculares.

En busca del románico y del mudéjar

La serie "En busca del románico y del mudéjar" consta de estos otros artículos:

Esta serie de reportajes pretende dar a conocer las muestras arquitectónicas románicas y mudéjares que existen en la Comunidad de Madrid. Aunque no son tan abundantes como las de otras provincias vecinas, resultan especialmente relevantes desde un punto de vista histórico.

La situación de nuestra región en el centro peninsular, donde convergieron las corrientes artísticas que llegaban del norte, caso del románico castellano-leonés, y las que procedían del sur, como el mudéjar toledano, convierte a la Comunidad de Madrid en un punto de referencia para entender la evolución de la arquitectura medieval española en los siglos XII y XIII.

jueves, 23 de septiembre de 2010

El Embarcadero Real de Aranjuez y la Escuadra del Tajo



Regresamos a Aranjuez, en busca del Embarcadero Real, una singular construcción a orillas del Tajo, inequívocamente vinculada a los lujos y fastos de la monarquía española, en pleno auge del barroco.

Se encuentra en el Jardín del Príncipe, uno de los mejores exponentes que existen en España del paisajismo inglés del siglo XVIII, surgido gracias al impulso de Carlos IV (1748-1819), cuando todavía era Príncipe de Asturias.

Sin embargo, el embarcadero nada tiene que ver con este monarca, sino que corresponde a un periodo anterior, cuando los terrenos actualmente ocupados por el jardín eran tan sólo bosques y huertas.

Fue mandado levantar por Fernando VI (1713-1759) a mediados del siglo XVIII, como una de las paradas de la llamada Escuadra del Tajo.

Con este nombre se conocía al conjunto de fragatas, galeones, botes y falúas que, cada tarde de primavera, desde 1752 hasta 1758, surcaba las aguas del río, dando rienda suelta a los caprichos del monarca y de su esposa, Bárbara de Braganza (1711-1758).

La flota estaba integrada por aproximadamente una veintena de embarcaciones, que imitaban navíos de guerra. A pesar de su pequeño tamaño, adaptado a la navegación fluvial, no les faltaba ningún detalle, incluidos los cañones.

Los barcos más importantes eran la Falúa Real, que estaba reservada a los reyes, y la Falúa de Respeto, que le servía de acompañamiento. Aquí viajaban personalidades ilustres, invitadas para la ocasión.


La Escuadra del Tajo, cerca del Palacio Real de Aranjuez. La pintura es obra de Antonio Joli (1700-1777) y es anterior a 1754.

Es sabido que, cada vez que salía la Escuadra del Tajo, llegaban hasta Aranjuez alrededor de 200 marineros, que se responsabilizaban de todo el operativo, bajo el mando de un almirante de prestigio.

El castrato italiano Carlo Broschi (1705-1782), que ha pasado a la historia con el sobrenombre de Farinelli, organizó numerosas excursiones por el Tajo, en su calidad de Director de Entretenimientos Reales, uno de los cargos que desempeñó mientras estuvo al servicio de la corte española.

El propio cantante se encargaba de deleitar a los reyes y a sus acompañantes con recitales de música, durante el paseo fluvial.

Los barcos solían partir de unas atarazanas dispuestas en las riberas del río, cerca de donde hoy se encuentra el Camping Internacional, hasta llegar al Palacio Real. Los viajes tenían varias escalas, que los reyes aprovechaban para reposar e, incluso, para cazar, otra de sus aficiones favoritas.

El Embarcadero Real era una de las paradas más esperadas. Erigido a modo de fortificación, con una escalinata, un murallón almenado y dos garitas -todo ello en piedra de Colmenar-, disponía de cañones de bronce, que estaban grabados con los escudos de las casas reales de España y Portugal.

Cuando la comitiva iba a tomar tierra, se disparaban salvas de honor, en señal de respeto y pleitesía a los monarcas.

Desde este punto se llegaba al Pabellón Real, un pequeño gabinete diseñado en 1754 por el arquitecto Santiago Bonavía (1700-1760) y restaurado en el año 2002. No se conserva nada de su suntuosa decoración interior, consistente en valiosas telas de seda, lámparas de araña, bustos de mármol y cerámicas de Manises.





La Escuadra del Tajo estuvo operativa hasta el fallecimiento en 1758 de Bárbara de Braganza, hecho que provocó una profunda depresión en Fernando VI, que murió tan sólo un año después de quedarse viudo.

Durante la Guerra de la Independencia, la práctica totalidad de la flota se perdió, aunque muchas embarcaciones pudieron reconstruirse posteriormente, en concreto en 1816, por orden del rey Fernando VII (1784-1833).

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martes, 21 de septiembre de 2010

De La Latina al Castillo de la Mota

La sección "Madrid fuera de Madrid" pretende dar a conocer los vestigios arquitectónicos y escultóricos que, teniendo un origen madrileño, han sido instalados o reproducidos en otros puntos geográficos.

En su momento, visitamos el templete de la Red de San Luis, construido en 1919 como acceso del metro madrileño y trasladado en 1971 al municipio pontevedrés de Porriño.

En esta ocasión llegamos hasta Medina del Campo (Valladolid), para conocer el Castillo de la Mota, donde pueden contemplarse sendas réplicas de la portada y de la escalera del desaparecido Hospital de la Latina.


Castillo de la Mota, en Medina del Campo. Fotografía de Quinok, en Wikipedia.

El Castillo de la Mota fue levantado en 1440 por orden de Juan II de Castilla (r. 1406-1454), si bien fueron Enrique IV (r. 1454-1474) y, sobre todo, los Reyes Católicos quienes le dieron su aspecto definitivo, hasta convertirlo en una de las mejores fortificaciones de la Europa del siglo XV.

La fortaleza ha sido objeto de numerosas intervenciones a lo largo de la historia, entre las que cabe destacar la reconstrucción llevada a cabo entre 1939 y 1942, tras los destrozos de la Guerra Civil, que afectó fundamentalmente al interior.

Durante estas obras de restauración, le fueron añadidos elementos arquitectónicos de nuevo cuño, la mayor parte copiados de otros monumentos tardomedievales.

Del Hospital de La Latina se tomaron prestados los modelos de su entrada y escalera, labradas en estilo gótico tardío, aunque con algunos rasgos isabelinos y platerescos.

El citado hospital, una de las instituciones más importantes del Madrid precapitalino, fue creado en 1499 por Beatriz Galindo (1465-1534) -a la que todo el mundo conocía como La Latina por su conocimiento de este idioma- y por su marido, Francisco Ramírez.

Su sede, un destartalado caserón situado en la Calle de Toledo, donde hoy está la tienda de disfraces de Caramelos Paco, fue destruida en 1904, con objeto de facilitar el ensanche de la vía pública. Por su notable valor artístico, las autoridades decidieron conservar la portada y la escalera, así como los sepulcros de los fundadores.

La primera pieza señalada fue llevada en los años setenta del siglo XX a la Escuela Técnico Superior de Arquitectura, en la Ciudad Universitaria, mientras que las otras dos fueron instaladas en 1910 en la Casa de Álvaro de Luján, en la Plaza de la Villa, donde lamentablemente no está permitida la visita.

Las copias que hoy se exhiben en el Castillo de la Mota son vaciados de los originales madrileños. La portada, en concreto, preside el Patio de Armas. Su arco apuntado, en forma de herradura, parece entrar en consonancia con el gusto musulmán que los dos constructores de la fortaleza, Abdala y Alí de Lerma, imprimieron al recinto.

De hecho, el hospital también salió de las manos de un artista hispano-árabe, el arquitecto Maese Hazán, tal y como hizo constar Fernando Ramírez en su testamento.

La presencia de estos dos pedacitos de Madrid en un monumento de la categoría del Castillo de la Mota debe constituir un motivo de orgullo para todos los que amamos esta ciudad.

Lo que no deja de ser una paradoja, habida cuenta el triste final que los madrileños hemos deparado al viejo hospital, como ha ocurrido con tantos y tantos edificios históricos de la villa.



Portada original del Hospital de La Latina, en la Ciudad Universitaria de Madrid.



Patio de Armas del Castillo de la Mota, con la réplica de la entrada del hospital. Fotografía de Pelayo2, en Wikimedia Commons.



Escalera original del hospital, en la Casa de Álvaro de Luján, en Madrid, sede de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Fotografía de 'Una ventana desde Madrid'.



Escalera de honor del Castillo de la Mota. Se trata de una reproducción fidedigna de la que existía en el Hospital de La Latina, si bien los pináculos carecen de los remates de la escalera original. Fotografía de 'Viajando tranquilamente por España'.

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jueves, 16 de septiembre de 2010

El Puente del Rey

Entre todos los puentes que cruzan el río Manzanares, el del Rey es, tal vez, el que ha recibido peor trato a lo largo de la historia. No sólo por las mutilaciones de las que ha sido objeto, sino también porque el entorno urbano para el que fue diseñado ha sido profundamente transformado con el paso del tiempo.


Vista parcial del puente, en 1901.

Historia

El puente actual es heredero de un proyecto inacabado de Juan de Villanueva (1739-1811), puesto en marcha en plena invasión napoleónica.

Respondiendo al deseo de José I (r. 1808-1813) de disponer de un paseo privado que uniese el Campo del Moro con la Casa de Campo, el arquitecto madrileño concibió un camino en línea recta, a través de un pasadizo subterráneo, excavado bajo el actual Paseo de la Virgen del Puerto, y un puente sobre el río Manzanares.

Sin embargo, Villanueva solamente pudo terminar el túnel, que abrió sus puertas en 1810, un año antes de su muerte. El puente no pudo llevarse a cabo por falta de presupuesto y fue sustituido por una simple pasarela de madera, para uso exclusivo del rey y su séquito.

Fue su discípulo Isidro González Velázquez (1765-1829) quien, retomando la idea de su maestro, construyó el puente de piedra que ha llegado hasta nosotros, con el que se daba continuidad a la gruta del Campo del Moro, poniendo en contacto el Palacio Real con la Casa de Campo.

















El puente con su fisonomía primitiva, en dos imágenes anteriores a 1925.















El Puente del Rey fue inaugurado en 1816, durante el reinado de Fernando VII (r. 1813-1833). Inicialmente constaba de seis ojos, pero, en 1925, le fueron eliminados dos, para adaptarse al ancho del río, al que dio lugar la primera canalización del Manzanares.

En la década posterior, el gobierno de la Segunda República (1931-1939) procedió a ensanchar su tablero (de 4,7 a 25 metros), con objeto de facilitar el acceso de los madrileños a la Casa de Campo, que, en 1931, dejó de pertenecer a la Corona para pasar a manos municipales.















Vista aérea del Manzanares hacia 1950. El puente aparece con sólo cuatro ojos y con un tablero mayor que el original. Por encima puede verse la Piscina de la Isla.

En los años cincuenta del siglo XX, el proyecto ideado por Villanueva y materializado por González Velázquez quedó completamente desvirtuado, con la creación de un eje viario entre la Plaza de España y la Carretera de Extremadura, que derivó hacia el puente todo el tráfico rodado.

El puente dejó de tener una utilización recreativa, como nexo de dos espacios pensados para el esparcimiento, como son el Campo del Moro y la Casa de Campo, para convertirse en un nudo circulatorio, absorbiendo los vehículos que entraban a Madrid desde la zona oeste.

Esta función quedó remarcada posteriormente, cuando, en la década de los setenta, comenzó la construcción de la M-30, que significó la desaparición de la conexión entre el Campo del Moro y la Casa de Campo.

Con las obras de soterramiento de la M-30, que se ejecutaron entre 2004 y 2007, se ha intentado recuperar el proyecto original de principios del siglo XIX, al menos parcialmente. Liberado de la circulación de vehículos, el puente ha vuelto a tener un uso preferentemente peatonal, como vía de acceso a la Casa de Campo.

En cualquier caso, la polémica ha acompañado a algunas de las intervenciones realizadas en el entorno del puente. Sobre todo en referencia a la Puerta del Rey, la entrada principal de la Casa de Campo, cuyo aspecto primitivo ha sido sustancialmente modificado, y al Túnel de Bonaparte, que ha quedado cubierto con bloques de hormigón, en una de sus bocas.

Descripción

En su configuración actual, el Puente del Rey está formado por cuatro ojos de medio punto rebajados, que se apoyan en pilas custodiadas por seis tajamares de forma triangular, tres por cada lado.
Los situados aguas arriba están coronados con sombreretes piramidales, mientras que, en la otra cara, el remate es cónico. En ambos casos, son gallonados.

La fábrica es de piedra de granito, aunque también hay partes hechas en caliza, como los medallones que decoran el espacio comprendido entre la línea de imposta y las dovelas de los arcos.

El antepecho está constituido por estructuras pétreas aisladas, que se unen entre sí mediante una barandilla de hierro forjado.

El puente presenta un aspecto aplanado, como si se tratase de una plataforma grande y pesada, extendida sobre el río. Ello es consecuencia de las intervenciones acometidas en el primer tercio del siglo XX, realizadas con criterios más funcionales que artísticos, que alteraron fatalmente el diseño original de González Velázquez.

La canalización del río incrementa aún más la citada sensación de rigidez, al quedar el puente encajonado entre los muros del canal, con los arcos de los extremos pegados a los mismos, sin ningún tipo de separación.

Para más inri, el puente se encuentra en medio de una de las presas que regulan el río a su paso por la ciudad, en un punto de gran profundidad.

Cuando la presa está llena, y esto sucede la mayor parte del tiempo, el nivel de las aguas prácticamente llega hasta las dovelas de los arcos, sumergiendo la práctica totalidad de las pilas y de los tajamares.



La imagen superior corresponde a abril de 2008, en un momento en el que la presa estaba llena. La inferior es de febrero de 2010, con la presa sin colmar.

lunes, 13 de septiembre de 2010

El río Manzanares, según Gómez de la Serna



El Manzanares, tantas veces ridiculizado, vilipendiado y burlado a lo largo de la historia, encontró en la figura de Ramón Gómez de la Serna (1888-1963) uno de sus más fervientes admiradores.

Se trata de uno de los escasísimos autores que no han arremetido contra el río, a diferencia de los grandes poetas y dramaturgos del Siglo de Oro, que no dejaron títere con cabeza en sus referencias al Manzanares.

Sólo hay que recordar la rotunda definición que Quevedo hizo de él, como un "arroyo aprendiz de río", o la ácida comparación de Tirso de Molina, cuando afirmaba que "como Alcalá y Salamanca tenéis, y no sois colegio, vacaciones en verano y curso sólo en invierno".

A continuación, reproducimos parcialmente el artículo "La realidad del Manzanares", escrito por Gómez de la Serna. En este ensayo, el escritor madrileño defiende al río de las afrentas sufridas, haciendo valer una pluma divertida, irónica y elegante, muy cercana a la greguería, el género que él mismo inventó.

Sin hidrofobia. "Hay que comprender al Manzanares sin esa hidrofobia con que se le juzga. Hay que no ser tan incontinentes y tan sedientos como hidrópatas o hidropésicos al juzgar el Manzanares. ¿Cómo se entiende esa voracidad y esa desesperada necesidad de la magnitud y el caudal?"

La vena más delicada de la sierra. "El Manzanares, la vena más delicada del gran Guadarrama, de cuya profundidad sale, y es como el más puro sedimento de sus alturas, se orea en todo su paisaje por el El Pardo y toma como el vivo sentido del paisaje que hay en su fondo. Por pasar por El Pardo es por lo que tiene más refinada aún su delicadeza nativa, y por lo que es un río de cuadro, río gracioso, de sentido sutil".

Breve como una puntilla. "El Manzanares es breve como una puntilla, pero de esas puntillas de magnífico arte, y todos los hilillos de sus aguas están trabajados y son filigrana pura".

Como un río de un nacimiento. "Tiene toda la belleza el Manzanares de los ríos de los nacimientos, los ríos más verdaderos que existen y los de reflejos más agudos y refrescantes".

El río humano. "El Manzanares es el río humano, que no se pone de pie sobre la tierra como los ríos profundos, ni se atropella, ni irrita sus orillas, ni se engarabita, ni mete ruido; él, tendido silencioso, se deja deslizar, y es como el nadador desnudo que con los brazos detrás de la cabeza y boca arriba se dejase llevar, se deslizase fluido como lo es un río".

Más paisaje que agua. "El Manzanares tiene paisaje más que agua, y en su alma, o sea en eso que parece agua, pero que es espíritu, lo que tiene mejor resuelto es el sentido de ese paisaje gentil que atraviesa y que está educadísimo".

Una 'huerta de agua'. "Más que río, parece una 'huerta de agua', y numerosas ranas le adoran, porque es el río discreto para las ranas, el río que no las ahoga por su exceso de caudal o por su precipitación".

El río, como pudo verlo Ramón



Año 1900. El Manzanares a su paso por San Francisco el Grande.




Principios del siglo XX. Infraviviendas y lavaderos en las riberas del río, con el Palacio Real al fondo.



Año 1910. Lavaderos del Manzanares.



Año 1920. El río, antes de entrar en el núcleo urbano.



Año 1920. Vista del Puente de Toledo.

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viernes, 3 de septiembre de 2010

El Palacio de Cañete y su jardín



El Palacio de Cañete, también llamado del Marqués de Camarasa, se encuentra casi listo para su reapertura, después de más de dos años de obras, destinadas a acondicionarlo como un nuevo espacio cultural del Madrid de los Austrias.

Este viejo caserón tardorrenacentista, situado en el número 69 de la Calle Mayor, forma parte del conjunto de edificios de titularidad municipal que hay distribuidos en el entorno de la Plaza de la Villa, entre los que figuran, además del palacio, inmuebles tan emblemáticos como la Casa de Cisneros y la Casa de la Villa.

Con el traslado del Ayuntamiento de Madrid al Palacio de Comunicaciones, todas estas dependencias perderán la función administrativa que tenían hasta ahora para ser utilizadas con fines preferentemente culturales y museísticos.

Según ha anunciado el propio consistorio, el Palacio de Cañete contará con una biblioteca, una sala de exposiciones y un salón de conferencias, al tiempo que será la sede permanente de la Casa Sefarad Israel, institución a la que han sido cedidos aproximadamente 1.400 metros cuadrados.

Un poco de historia

El palacio se comenzó a construir a finales del siglo XVI, si bien las obras se extendieron a los primeros años del siglo XVII.

Desde sus orígenes hasta mediados del siglo XIX, ha sido usado como residencia nobiliaria. Aquí vivió el Marqués de Falces y de Cañete en el siglo XVIII y, posteriormente, el Marqués de Camarasa, quien promovió algunas reformas en el año 1817.

En 1849, el edificio se convirtió en la sede del Gobierno Civil, una institución actualmente desaparecida.

En 1985, el Ministerio del Interior lo traspasó al Ayuntamiento de Madrid, que lo utilizó como oficinas. Su puesta en marcha como espacio cultural está prevista para el otoño de 2010.

Descripción general



Fachada meridional y jardín (a la izquierda de la imagen).

El Palacio de Cañete ocupa una manzana entera, delimitada al norte por la Calle Mayor, donde se encuentra el acceso principal, al sur por la Calle del Sacramento, al oeste por la Calle de la Traviesa y al este por la Calle del Duque de Nájera.

En consonancia con las corrientes artísticas imperantes en el momento de su construcción, fue levantado siguiendo el modelo palaciego de los Austrias, un estándar arquitectónico de clara influencia herreriana, con el que fueron erigidas las residencias nobiliarias madrileñas de los siglos XVI y XVII.

En líneas generales, el citado prototipo queda definido por un trazado de planta cuadrangular, dos o más alturas de órdenes, portadas manieristas y torres con chapiteles, en las esquinas.

La mayor parte de estos rasgos son visibles en la actual configuración del palacio, a pesar de las transformaciones que éste ha sufrido con el paso del tiempo.

Incluso la remodelación llevada a cabo en 1817, que puede ser considerada como la más importante en la historia del edificio, fue muy respetuosa con la fisonomía original.

Estas obras fueron realizadas por el arquitecto Fermín Pilar Díez, quien optó por mantener las torres laterales de la fachada principal, a diferencia de otras reformas de palacios históricos acometidas en el siglo XIX.

Es el caso del cercano Palacio del Duque de Abrantes, en el número 86 de la Calle Mayor, que perdió sus torreones a finales del siglo XIX.



Fachada septentrional, en la Calle Mayor.

Por su fecha de construcción, el inmueble está más cercano al estilo herreriano que al barroco. De ahí la casi total ausencia de ornamentación, hasta el punto de prescindir de los órdenes clásicos en el recubrimiento de los vanos, que quedan conformados por simples estructuras adinteladas.

La sencillez es también la característica dominante en la portada principal, aunque, en este caso, sí que cabe hablar de rasgos arquitectónicos de cierta elaboración, como las pilastras dóricas que dan forma al acceso y el entablamento con triglifos, ubicado en la parte superior.

Un aspecto singular de la portada es su situación lateralizada, en la base de una de las torres y no en el punto central de la fachada, lo que introduce una nota de asimetría, poco habitual en la arquitectura palaciega del Madrid de los siglos XVI y XVII.

No ocurre lo mismo en lo que respecta a los otros elementos de la fachada, todos ellos dispuestos simétricamente, empezando por las dos torres laterales, continuando con los vanos y concluyendo con los balcones salientes y el escudo labrado en piedra del primer piso, elementos, estos últimos, incorporados durante la reforma de principios del siglo XIX.

El edificio se alza sobre un terreno desnivelado, razón por la cual presenta únicamente dos plantas en su flanco septentrional (sin contar las torres) y tres por el meridional. Está hecho en ladrillo visto, con zócalo de piedra de granito.

El jardín de la Calle del Sacramento

A los pies de la fachada sur, hacia la Calle del Sacramento, se extiende un pequeño jardín de planta cuadrangular, que podrá ser visitado por el público en horarios determinados, una vez que el palacio sea inaugurado como espacio cultural.

Con tal motivo, se ha derribado la tapia de ladrillo que lo ocultaba a la vista, sustituyéndola por una moderna verja metálica, que permite su contemplación desde la vía pública. El trazado y los elementos ornamentales también han sido modificados, en aras de garantizar el mayor rigor histórico posible.

Debe tenerse en cuenta que, durante los años en los que el edificio tuvo un uso administrativo, el jardín tenía una configuración asimétrica, resultado de las diferentes intervenciones efectuadas en el siglo XX, con una finalidad más funcional que estética.

La existencia de una calle lateral, que estaba conectada con el exterior a través de una puerta de garaje, o de una caseta adosada a la tapia se explica en estos términos.



Aspecto de la Calle del Sacramento en febrero de 2009. A la derecha puede verse la tapia del jardín, que ha sido derribada para darle visibilidad.



Vista del jardín del palacio, desde la Calle del Sacramento, tras la demolición de la tapia en el año 2010.

El jardín que ahora se abre ante nuestros ojos es un reducido espacio arbolado, que se articula alrededor de una plazoleta central, adornada con una fuente. En ella confluyen cuatro calles, separadas por praderas de césped, recientemente plantadas.

La fuente presenta una estructura muy sencilla. Se trata de un simple pilón de granito, de planta circular, con un pequeño surtidor en el centro. Antes de las obras de reforma del palacio, tenía instalado un moderno grupo escultórico, que ha sido eliminado. En él se representaba a Neptuno conduciendo un carro con forma de concha, tirado por dos caballos.

La retirada de esta escultura, de autor desconocido, se ha hecho con la intención de recrear el aspecto primitivo que pudo tener el recinto. No en vano se piensa que el pilón sí que puede ser antiguo, aunque no es posible precisar su origen exacto.



Vista parcial del jardín. La fuente puede verse en la parte inferior de la fotografía, hacia la izquierda.



Grupo escultórico que presidía la fuente hasta la reforma del jardín (fotografía del Ayuntamiento de Madrid).

De jardín en jardín

Con la próxima apertura del jardín del Palacio de Cañete, ya serán tres los recintos ajardinados de carácter histórico que pueden visitarse en el corazón mismo del Madrid de los Austrias.

Tal vez el más popular de todos ellos sea el jardín del Palacio de Anglona, accesible desde la Plaza de la Paja, que fue diseñado en 1761 por Nicolás Chalmandrier.

Mucho menos conocido es el Huerto de las Monjas. Se trata del único resto que se conserva del Convento del Sacramento, fundado en el siglo XVII en la calle homónima.

Este último rincón, quizá uno de los lugares más apacibles y tranquilos de la ciudad, está decorado con una preciosa fuente, que estuvo emplazada en el desaparecido Palacio de Montellano, según nos informó Mercedes Gómez en su estupendo blog Arte de Madrid.

La recuperación de este tipo de enclaves constituye una excelente noticia para todos los madrileños, sobre todo teniendo en cuenta que las últimas peatonalizaciones llevadas a cabo por el ayuntamiento han tendido a eliminar las zonas ajardinadas y de ornato para crear grandes superficies de paso. Esperemos que cunda el ejemplo.



Fuente del Huerto de las Monjas.



Pérgola del jardín del Palacio de Anglona.

jueves, 2 de septiembre de 2010

Sachetti o la catedral que nunca tuvimos



De todos los proyectos catedralicios con los que ha contado Madrid a lo largo de la historia, nos llama especialmente la atención el redactado en 1752 por Juan Bautista Sachetti (1690-1764), a quien los madrileños debemos el trazado definitivo del Palacio Real.

Fue en este contexto de construcción del palacio, cuando el arquitecto italiano elaboró un ambicioso plan, que, más allá de la propia residencia real, fijaba el perfil urbano de la villa por su lado occidental, recorriendo todos los ángulos de la cornisa del Manzanares, desde la Cuesta de San Vicente hasta Las Vistillas.

Se trataba de una intervención arquitectónica y urbanística en toda regla, que no sólo pretendía la creación de hitos paisajísticos, sino también dotar a Madrid de infraestructuras y equipamientos de primer orden, como una catedral, un puente, un teatro, dos plazas públicas y diversas zonas de servicios, por no hablar del Palacio Real, como la imponente sede de las instituciones del Estado.

Siguiendo directrices típicamente barrocas, Sachetti propuso en su proyecto la alineación ordenada y armónica de los elementos que se acaban de citar, formando ejes urbanos de considerables dimensiones.

Todo ello a partir de las proporciones definidas en el palacio, cuya enorme estructura cuadrangular queda convertida en la principal referencia visual del conjunto y, al mismo tiempo, en la pieza que da la medida a las restantes edificaciones. De ahí que prevalezca la horizontalidad sobre la verticalidad.

A los pies de la fachada meridional del palacio, Sachetti trazó la Plaza Real, un espacio rectangular de gran amplitud, delimitado por dos pórticos y varias construcciones a su alrededor. Entre éstas sobresale la catedral, un magno edificio que el arquitecto incorporó al plan, recuperando un diseño anterior, que él mismo había firmado en 1738.

El templo religioso presenta un aire inequívocamente clasicista, como bien reflejan los edículos (templetes adosados a los muros) de su fachada principal y el pórtico tetrástilo que enmarca el acceso.

Pero, sin duda alguna, lo que más destaca es su enorme cúpula sobre tambor y linterna, que emerge desde el crucero, intencionadamente desproporcionada con respecto a las torres laterales de la fachada y que sirve de contrapunto al pequeño domo de la Capilla Real, situada en el flanco septentrional del palacio.

Al sur de la catedral, Sachetti concibió una nueva plaza, esta vez en exedra. De ella parte un puente monumental, que se apoya en nueve arcos de medio punto, que salva los barrancos de la Calle de Segovia, hasta enlazar con Las Vistillas. Su parte superior está coronada con naves porticadas y tres arcos triunfales, dos en los extremos y otro justo en el centro.

En referencia a los desniveles existentes hasta llegar a las riberas del río Manzanares, el arquitecto contempló la realización de distintos terraplenes artificiales, ornamentados con arquerías, escalinatas, esculturas, fuentes y puertas artísticas. Entre estas últimas, cabe citar la de la Cuesta de San Vicente y la de la Calle de Segovia.





Proyecto para el Palacio Real de Juan Bautista Sachetti (1752). Museo de Historia de Madrid. Calco sobre un original perdido, realizado en 1847 por el ingeniero Juan Ribera. Se conserva en dos pliegos, pegados por la parte central.

Visión de futuro

Al margen del Palacio Real, poco más pudo llevarse a cabo del impresionante plan ideado por Juan Bautista Sachetti, que, insistimos, nos atrae especialmente por la globalidad de su planteamiento y, sobre todo, por su carácter precursor.

Bien es verdad que la falta de recursos impidió que la totalidad del proyecto se ejecutara, pero también es cierto que, aún sin hacerse, ha tenido una influencia decisiva en la actual configuración del entorno urbano de la cornisa, resultado de intervenciones aisladas y aparentemente inconexas.

Nadie puede negar que el eje actualmente formado por la Plaza de la Armería, la Catedral de la Almudena y el Viaducto de Segovia, uniendo el Palacio Real con San Francisco el Grande a través de la Calle de Bailén, trazada a finales del siglo XIX, tiene sus bases en las premisas que Sachetti dejó sentadas en 1752.

Incluso la ubicación del Teatro Real en plena Plaza de Oriente, al lado mismo del palacio, parece tomar prestada la idea del arquitecto italiano de convertir la zona en una gran área de servicios, tal y como él mismo previó con la realización de un coliseo, junto a la catedral.



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