lunes, 23 de febrero de 2015

Los grabados madrileños de David Roberts

David Roberts (1796-1864) fue un pintor romántico de origen escocés que recorrió España entre 1832 y 1833. Reflejó nuestro país en decenas de paisajes que se popularizaron en toda Europa, gracias a que fueron reproducidos a gran escala por medio de grabados y publicados en varios libros de ilustraciones.


'Puerta del Hospicio'.

Entre los lugares retratados no podía faltar Madrid. Aquí permaneció algo más de tres semanas, del 16 de diciembre de 1832 al 9 de enero de 1833, que le sirvieron para entrar en contacto con los maestros españoles del Prado y para realizar varias vistas, que figuran entre las más notables que se hayan hecho de la capital en la primera mitad del siglo XIX.


'Calle de Alcalá'.

Madrid no debió impresionarle especialmente, como así se desprende de la carta que le remitió a su hermana, en la que afirmaba que la ciudad no poseía “más que iglesias y conventos”. Tal vez esperaba un mayor grado de exotismo (tal era el concepto que se tenía de España durante el romanticismo), algo que sí encontró en su periplo por Andalucía.

Los viajeros de la época tenían opiniones enfrentadas acerca de la capital. Unos consideraban que era demasiado moderna para ser representativa de ese ideal novelesco que se le atribuía a España, mientras que otros condensaban en ella el casticismo hispano. No cabe duda de que David Roberts estaba más próximo a los primeros.

'Puerta de Alcalá'.

Tampoco le entusiasmó el ambiente pictórico madrileño, al menos en lo que respecta al paisajismo. “Es una calumnia darle ese nombre”, llegó a escribir en una carta enviada desde Córdoba. A la inversa, sí que contribuyó a que esta corriente penetrara en España, habida cuenta la influencia que ejerció sobre Genaro Pérez Villaamil, el principal paisajista romántico de nuestro país, al que conoció en 1833.


'Palacio Real'.

Al margen de su innegable valor artístico, la obra de David Roberts reúne un interés documental muy elevado, al mostrarnos lugares y edificios que después han sufrido grandes transformaciones o sencillamente se han perdido.

Es el caso del dibujo que hemos incluido más arriba, en el que podemos ver las rampas que tuvo el Palacio Real en su flanco occidental, y de esta vista de la Calle Ancha de San Bernardo, donde se distingue, más allá de la Iglesia de Montserrat, el desaparecido Noviciado de la Compañía de Jesús.


'Calle de San Bernardo'.

Gracias a uno de sus dibujos, conocemos el aspecto del retablo que hizo Ventura Rodríguez para la Colegiata de San Isidro, que, recordemos, fue destruido durante la Guerra Civil (1936-39) y posteriormente restaurado siguiendo el diseño primitivo.

'Altar mayor de la Iglesia de San Isidro'.

Aunque, por norma general, Roberts intentaba reflejar la realidad de una manera fidedigna, en algunas obras se permitía alguna que otra licencia creativa, con cierta tendencia a crear fondos escenográficos, que parecen revelar sus comienzos profesionales en el teatro.

Así se comprueba en el grabado Entrada a Madrid por la Puerta de Fuencarral, donde se reconocen, a ambos lados del portillo, las Salesas Nuevas y la ya citada Iglesia de Montserrat. Al fondo se eleva el Palacio Real, claramente sobredimensionado para esa perspectiva, y en primer término, a la derecha, aparecen las Comendadoras, fuera de su verdadero emplazamiento (tendrían que estar en un plano inferior).


'Entrada a Madrid por la Puerta de Fuencarral'.

Durante su estancia en España, realizó preferentemente dibujos en acuarela, de los cuales se conservan muy pocos originales, ya que muchos de ellos fueron reelaborados para servir de base a los grabados. Apenas trabajó con óleo, debido a las dificultades de transporte.

'El Puente de Toledo sobre el Manzanares'.

De su serie madrileña hay constancia de al menos cinco acuarelas originales. Tres son propiedad de la Colección Abelló (Calle de San Bernardo, Altar Mayor de la Iglesia de San Isidro y Fuente de Cibeles) y las otras dos se encuentran fuera de España. Se trata de El Puente de Toledo sobre el Manzanares, perteneciente a The Royal Collection (Reino Unido), y de Fuente en el Prado, que se custodia en el Denver Art Museum (Estados Unidos).

lunes, 16 de febrero de 2015

Los jardines de invierno del Ritz y del Palace

Los jardines de invierno, invernaderos o estufas eran pabellones aptos para el cultivo de plantas, que se pusieron de moda en Europa en el siglo XVIII y, especialmente, en el XIX, cuando la arquitectura del hierro hizo posible su expansión a todo tipo de espacios, desde palacios a parques públicos, pasando por edificios en altura e, incluso, hoteles.

Los primeros establecimientos hoteleros que contaron con estas instalaciones fueron los de la cadena Ritz, surgida a finales del siglo XIX y pionera de la moderna hostelería. Fue una de las muchas aportaciones del arquitecto francés Charles Mewès (1858-1914), artífice de los hoteles más emblemáticos de la compañía, entre ellos los de Londres, París y Madrid.

Jardín de Invierno del Hotel Ritz

Charles Mewès proyectó el Ritz madrileño en 1908, si bien la dirección de las obras corrió a cargo de Luis de Landecho (1852-1941), quien lo tuvo listo en un tiempo récord. La inauguración tuvo lugar el 2 de octubre de 1910 y consistió en una gran fiesta, a la que fue invitado el rey Alfonso XIII.


El Jardín de Invierno del Hotel Ritz en 1910. J. Lacoste.

El Jardín de Invierno fue uno de los recintos que más llamaron la atención en aquella celebración. No solo era algo inédito en la capital ("una verdadera novedad en los hoteles de Madrid", según el diario ABC), sino que también había sido decorado por todo lo alto, con muebles de junco esmaltado, apliques de luz elaborados en París y una alfombra procedente de la Real Fábrica de Tapices.

Todo ello "adornado con profusión de palmeras, macetas diversas y una preciosa estatua sobre macizo de flores", tal y como publicó el periódico La Correspondencia un día después del acto inaugural.


El Pequeño Jardín del Hotel Ritz hacia 1914.

Se encuentra en la parte central de la planta baja, en el espacio correspondiente al patio de luces. Lo conforman dos salones contiguos, que presentan planos diferentes: el situado en el nivel más alto, conocido antaño con el nombre del Pequeño Jardín, es de planta rectangular, mientras que el otro tiene una superficie mayor y es cuadrangular.

En un principio estaba cubierto con una estructura de hierro y cristal, diseñada por el propio Mewès y ejecutada por la Sociedad Jareño y Compañía, que disponía de un mecanismo que generaba una lámina de agua sobre los cristales para los días de calor.

Alzado y planta de la cubierta. Charles Mewès, 1908.

Debido a su deterioro, esta cubierta fue ocultada a mediados del siglo XX con una bóveda de materiales pétreos, que ha desdibujado el concepto de jardín inicial, toda vez que la estancia ya no se ilumina con luz natural.

Afortunadamente, los restantes elementos arquitectónicos se mantienen sin grandes transformaciones e incluso sigue en pie la escultura a la que se refería La Correspondencia, una imagen de Diana Cazadora. No así los muebles originales, perdidos en su mayoría.

















Jardín de Invierno del Hotel Palace

Dos años después del Ritz, el 12 de octubre de 1912, abría sus puertas el Palace, considerado en aquel momento el mayor hotel de Europa. El arquitecto francés Édouard Niermans hizo un primer anteproyecto, que fue sustancialmente modificado por el catalán Eduard Ferrés i Puig (1880-1928), el auténtico padre del edificio.

El Jardín de Invierno del Hotel Palace en 1917. Raoul Péant.

Entre los elementos cambiados por Ferrés, se encontraba el Jardín de Invierno, que, a semejanza del existente en el Ritz, también fue ubicado en el patio principal. La planta octogonal inicialmente contemplada fue sustituida por una elipse, ocupada en su punto central por una rotonda de diez dobles columnas y una espectacular cúpula vitral, sostenida por una estructura de hierro.

















La vidriera de la cúpula fue realizada por la prestigiosa casa J. H. Maumejean Hermanos, a modo de trampantojo. Simula ser una carpa atada por su parte inferior a una balaustrada, igualmente fingida, y por la superior a las viguetas metálicas, en este caso reales. Una guirnalda de flores recorre la tela, mientras que en las áreas no cubiertas se abre un azul intenso, representativo del cielo.

















Presenta una decoración modernista muy atemperada, con un cierto gusto clasicista en la ordenación de las piezas, aunque también pueden apreciarse aproximaciones a un temprano Art Déco, especialmente en el círculo ornamental que hay en el remate.

















Este último estilo sí que aparece en estado puro en la soberbia lámpara de cristales que, en un principio, iluminaba la estancia y que hoy día cuelga de la recepción. En clara alusión al recinto para el que fue creada, está hecha a base de motivos vegetales, inspirados en las palmeras, una de las plantaciones con las que contó el Jardín de Invierno en sus orígenes.



Desde su inauguración hace más de un siglo, con un recital de la soprano Elvira Hidalgo y la Orquesta Sinfónica de Madrid, muchos han sido los personajes que han desfilado bajo esta asombrosa cúpula, que solo tiene parangón en la capital con la del Palacio de Longoria.

De todos ellos nos quedamos con aquellos voluntarios que trabajaron durante la Guerra Civil (1936-1939) cuando el Palace fue utilizado como hospital militar y su Jardín de Invierno convertido en quirófano.



Bibliografía

El Hotel Ritz de Madrid. Apuntes históricos y antecedentes: el Tívoli y el Real Establecimiento Tipográfico, de Antonio Perla. Revista Espacio, Tiempo y Forma (serie VII, 22-23). Facultad de Geografía e Historia, UNED, Madrid, 2009-2010.

Las vidrieras de Madrid, del modernismo al Art Déco, de Víctor Nieto Alcaide, Victoria Soto Caba y Sagrario Aznar Almazán. Comunidad de Madrid, Madrid, 1996.

lunes, 9 de febrero de 2015

Tres obras tempranas de la arquitectura del hierro madrileña

Volvemos nuestra mirada al siglo XIX para encontrarnos con tres construcciones de hierro poco conocidas. Su denominador común es haber sido pioneras de un tipo de arquitectura que no eclosionó en Madrid hasta la segunda mitad del siglo, con varias décadas de retraso en relación a Europa e, incluso, a otros puntos de España.

Puente de hierro de El Capricho

La primera de ellas es la pasarela del Parque de El Capricho, la única obra que ha llegado a nuestros días entre las analizadas en el presente artículo. Levantada en los años treinta del siglo XIX, fue una de las muchas iniciativas tomadas por Pedro de Alcántara en esta quinta, que heredó en 1834 de su abuela, la duquesa María Josefa Alonso-Pimentel.

Hacia 1840 (Charles Clifford, Biblioteca Nacional de España).

Para algunos investigadores estaríamos ante el puente de hierro más antiguo de España, al menos entre los que se conservan, ya que con anterioridad se habían realizado varios puentes colgantes de cadenas, todos ellos perdidos, por no hablar del proyecto que Juan Bautista Belaunzarán redactó en 1815 para La Naja, en Bilbao, nunca materializado.

Puede resultar chocante que Pedro de Alcántara apostase por el hierro para un entorno paisajista, pero no debemos olvidar que era un hombre de gran cultura, que siempre estuvo abierto a los avances científicos y tecnológicos.

Además, a juicio de Pedro Navascués, se trataba de un material que, a pesar de su apariencia de rudeza, “se integraba bien en un programa entre ilustrado y romántico, junto a los tradicionales templetes, casas rústicas o embarcaderos que amenizaban el jardín”.
















De autor y origen desconocidos, el puente presenta una estructura muy sencilla. Se alza sobre la ría navegable de El Capricho, muy cerca del lago donde ésta desemboca. Está formado por un arco de hierro sobre el que se apoyan dos rampas de madera escalonadas, que convergen en un rellano horizontal. Tiene instalada una barandilla, sin apenas adornos.

Puente de hierro del Casino de la Reina

Nos centramos ahora en el Casino de la Reina, una posesión real desaparecida, situada en la zona de Embajadores, que también tuvo su propio puente de hierro. Como el de la Alameda de Osuna, fue edificado sobre una ría artificial, pero, a diferencia de aquel, su aspecto no era tan industrial, sino que respondía a un tratamiento muy elaborado.

El Casino de la Reina, en una copia de Jesús Evaristo Casariego de un grabado de la época (Museo de Historia).

El puente fue diseñado en 1843, durante el reinado de Isabel II (r. 1883-1868), para sustituir una pasarela anterior de madera. Su artífice fue el arquitecto de palacio Narciso Pascual y Colomer (1808-1870), quien concibió una estructura curvada, de pequeñas dimensiones, que en cierto sentido recordaba a los puentes venecianos.

El citado autor, al que los madrileños debemos obras como el Congreso de los Diputados, la Plaza de la Armería o la reforma de San Jerónimo el Real, introdujo un elevado número de ornamentos. De hecho ensayó con dos modelos decorativos, a cual más complejo, según puede comprobarse en el alzado que incluimos más abajo.

La ejecución corrió a cargo de Vicente Mallol, el último maestro cerrajero con el que contó la Casa Real. No solo solo se responsabilizó del armazón, sino también del emparrillado, de la barandilla y de los elementos de unión con la sillería, además de otras piezas menores.

Alzado del puente (Narciso Pascual y Colomer, 1843).

Ignoramos cuándo se decidió su desmontaje, pero imaginamos que fue a partir de 1867, cuando Isabel II donó la propiedad al Estado y comenzó un largo proceso de desafortunadas intervenciones que terminaron por desfigurar este Real Sitio, hasta dejarlo prácticamente reducido a la nada.

Invernadero del Palacio del Marqués de Salamanca

El Palacio del Marqués de Salamanca, actual sede de la Fundación BBVA, fue edificado en varias fases entre los años 1845 y 1858, en pleno Paseo de Recoletos.

Entre sus muchos atractivos figuraba la Estufa Fría, un enorme invernadero de hierro y cristal que el aristócrata encargó en Londres a la empresa Konnan y que, una vez concluido, fue transportado a Madrid, sin que sepa el momento de su montaje. Costó alrededor de setecientos mil reales, una cantidad muy elevada para la época.

Según María Jesús Martín Sánchez (1998), el marqués tuvo conocimiento de este tipo de pabellones gracias a un viaje a París, donde descubrió los invernaderos tropicales del Barón Rothschild.

Entre 1921 y 1933 (Memoria de Madrid).

Aunque la tradición de las estufas venía de muy antiguo, estamos ante una obra pionera en la capital por sus características técnicas y dimensiones, que marcó la estela a seguir a muchas otras residencias nobiliarias madrileñas. 

Su envergadura no pasaba por alto, como dio cuenta el mismísimo Benito Pérez Galdós al referirse a ella en uno de sus libros: "figúresela usted más grande que esta casa y la de al lado juntas" (Misericordia, 1897).

Era una estructura exenta, situada en la parte posterior del jardín, cerca de la fachada meridional del palacio. Su planta era rectangular y se cubría con una grandiosa bóveda de cañón, soportada por una galería de arcos de medio punto.

En su interior se cultivaban especies exóticas, adaptadas al medio gracias a varios termosifones, que garantizaban una humedad constante, y a un sistema de alumbrado a base de gas. Disponía de cuatro fuentes de ornato en su interior.

Entre 1921 y 1933 (Memoria de Madrid).

En 1876 el Marqués de Salamanca pasó por una delicada situación económica y se vio obligado a deshacerse de su palacio. La Estufa Fría fue adquirida por el ayuntamiento, que optó por instalarla en el Buen Retiro, en el lugar que hoy ocupa la Rosaleda y que, en aquel entonces, era el lecho de un lago utilizado para el patinaje sobre hielo.

Desconocemos cuándo fue llevada a su nueva ubicación, pero si nos atenemos a la fecha de publicación de Misericordia, la novela a la que acabamos de aludir, a finales de siglo todavía debía permanecer en el palacio.

Se sabe que en 1913 ya se encontraba en el Retiro y que albergó una exposición de crisantemos. Un año después el jardinero Cecilio Rodríguez levantaría a su alrededor la Rosaleda.

Con la Guerra Civil (1936-1939), el invernadero sufrió daños de consideración, que motivaron su desmantelamiento. Aún puede verse el basamento sobre el que estuvo apoyado, circundando el estanque de nenúfares de la Rosaleda, junto con las fuentes del Fauno y del Amorcillo, que igualmente fueron traídas desde de la residencia del marqués.

Año 1910 (Memoria de Madrid).

Nota aclaratoria

Todas las fotografías incluidas del desaparecido invernadero del Palacio del Marqués de Salamanca se corresponden con su emplazamiento en la Rosaleda del Parque del Buen Retiro.

Bibliografía

Arquitectura e ingeniería del hierro en España (1814-1936), de Pedro Navascués Palacio, Fundación Iberdrola, Madrid, 2007.

Hierro y arquitectura en el Madrid del siglo XIX, de María Rosa Cervera Sardá, en Arquitectura y espacio urbano de Madrid en el siglo XIX, Museo de Historia, Ayuntamiento de Madrid, 2008.

Paisaje de fondo o paisaje pleno: los paisajes y jardines del Madrid galdosiano, de María Jesús Martín Sánchez, Revista Espacio, Tiempo y Forma (series I-VII), Facultad de Geografía e Historia, UNED, Madrid, 1998.

El palacio del marqués de Salamanca, varios autores. Fundación Argentaria, Madrid, 1994.

lunes, 2 de febrero de 2015

Las dos fuentes de la Plaza de Santa Ana

La Plaza de Santa Ana surgió en el contexto de las múltiples reformas urbanísticas llevadas a cabo por José Bonaparte, que le valieron el sobrenombre del Rey Plazuelas. Fue creada en 1810, tras derribarse el Convento de las Carmelitas Descalzas de Santa Ana, que fue fundado en 1586 por San Juan de la Cruz, a instancias de Santa Teresa de Jesús.

De todas las plazas impulsadas por José I, la de Santa Ana fue la única, junto a la de San Miguel, que pudo ser urbanizada plenamente antes de que concluyese su corto reinado (1808-1813). Fue además la primera zona verde de carácter público que tuvo Madrid en el interior del casco urbano.


Alzado de la fuente de la Plaza de Santa Ana. Silvestre Pérez (1812). Biblioteca Nacional de España.

El arquitecto Silvestre Pérez (1767-1825) fue el encargado de darle forma. Ideó una fuente central, rodeada de diferentes plantaciones de árboles, que, además de su función para el abastecimiento de agua, tenía una marcada intención ideológica.

No en vano la fuente fue rematada con la célebre estatua Carlos V y el Furor (1551-1564), obra de León Leoni, concluida por su hijo Pompeyo, que fue cedida para tal fin por el monarca, a partir de un decreto firmado el 5 de noviembre de 1811.

Se establecía así una sencilla analogía entre el antiguo imperio hispánico y el nuevo imperio napoleónico, del que José I era su máximo representante en España.


'Carlos V y el furor', de León Leoni. Museo del Prado. A la izquierda se muestra al emperador desnudo, sin la armadura desmontable.

La fuente tenía un diseño muy simple. Consistía en un pedestal cúbico, decorado a cada lado con una corona de laurel y asentado sobre una base de planta de cruz griega, donde se situaban cuatro caños. Un pilón circular recogía el agua que éstos arrojaban.

El conjunto fue inaugurado el 19 de marzo de 1812, coincidiendo con la onomástica del soberano. Ese mismo día también quedó abierta la Plaza de San Miguel, igualmente proyectada por Silvestre Pérez, que fue adornada con una escultura de Fernando el Católico, como símbolo de la unidad nacional.

En 1814, un año después de su restitución al trono, Fernando VII reclamó la vuelta de la estatua a la Corona, petición que no fue atendida por el Ayuntamiento de Madrid, alegando que el público estaba “comprometido con el disfrute de la fuente y su adorno”.

En 1822, curiosamente, fue el propio consistorio quien solicitó su retirada, ya que producía “mucha inquietud para la vista” y temía que pudiese ser destruida en algún acto vandálico. En 1825 se procedió a su desmontaje.

Posteriormente se construyó una estructura piramidal de piedra, que fue instalada sobre la parte superior de la fuente, para cubrir el vacío. La siguiente fotografía, tomada por Alfonso Begué en 1864, nos muestra el resultado final.


Fuente de la Plaza de Santa Ana. Alfonso Begué (1864).

La Plaza de Santa Ana sufrió nuevas intervenciones en los años siguientes. La principal fue su ampliación por su flanco oriental, al demolerse una manzana que impedía su conexión con el Teatro del Príncipe (Teatro Español). Esta remodelación finalizó en 1868, después de un largo proceso de expropiaciones, iniciado en 1850.
No sabemos en qué momento la fuente desapareció de la plaza, aunque entendemos que pudo ser hacia 1880, cuando fue erigido el Monumento a Calderón de la Barca que actualmente preside el recinto.

Por esas fechas también debió colocarse la segunda fuente que ocupa nuestra atención, la del Cisne, procedente del paseo del mismo nombre (hoy día Calle de Eduardo Dato).


Fuente del Paseo del Cisne. Alfonso Begué (1864).

Esta pequeña fuente era una curiosa combinación de elementos reciclados y de nueva factura. Su fuste de mascarones y su taza poligonal provenían del desaparecido Monasterio de San Felipe el Real, en la Puerta del Sol, mientras que su grupo escultórico fue realizado por José Tomás (1795-1848).

Sin embargo, cuando fue trasladada a la Plaza de Santa Ana, se optó por conservar únicamente el grupo escultórico (un cisne de plomo a punto de ser ahogado por una serpiente), al que se puso como base una composición de rocalla, como era moda en la época.

Como pilón, todo parece indicar que se utilizó el mismo de la fuente que había concebido Silvestre Pérez. A su alrededor se extendían varios jardines, a modo de parque público.


La Plaza de Santa Ana en 1900.

El largo periplo de una estatua

En sus casi quinientos años de historia, la escultura de bronce Carlos V y el furor, una obra maestra de la estatuaria renacentista, ha recorrido tres países y ha tenido al menos nueve ubicaciones distintas.

Desde su fundición en Milán en 1551, a manos de León Leoni, viajó en 1556 a Bruselas para ser presentada al emperador y después al taller que Pompeyo Leoni tenía en Madrid, donde recibió los últimos retoques. Aquí permaneció hasta 1608.

En ese año Felipe II ordenó llevarla al Real Alcázar y, más en concreto, al Jardín del Rey o Jardín de los Emperadores, que se encontraba a los pies de la Torre Dorada, si bien algunos autores sostienen que estuvo en el interior del palacio.

En 1620 fue trasladada a Aranjuez y más adelante al Jardín de San Pablo, en el Real Sitio del Buen Retiro, para, a principios del siglo XIX, ser colocada en la Plaza de Santa Ana, según se acaba de comentar. 


Detalle del 'El Jardín de San Pablo en el Buen Retiro', Domingo de Aguirre (1778).

En 1825 fue devuelta a su anterior enclave en el Buen Retiro y en 1830 ingresó en el Museo del Prado, su último y definitivo emplazamiento.

Existen dos réplicas de la imagen, aunque de menor tamaño que la original, una situada en el Palacio Real de Madrid y la otra en el Alcázar de Toledo.

Bibliografía

Arquitectura y urbanismo, de Pedro Navascués Palacio, capítulo de La época del romanticismo (1808-1874), volumen 2. Espasa Calpe, Madrid, 1989

Alteraciones en la estatuaria madrileña durante el gobierno del Rey Intruso, de Luis Miguel Aparisi Laporta. Anales del Instituto de Estudios Madrileños. Tomo XLVIII extraordinario, segundo centenario de 1808. C.S.I.C., Madrid, 2008

Los espacios verdes del Madrid de la invasión francesa, de Carmen Ariza Muñoz. Anales del Instituto de Estudios Madrileños. Tomo XLVIII extraordinario, segundo centenario de 1808. C.S.I.C., Madrid, 2008

Consecuencias de 1808 en la geografía urbana de Madrid, de M. Pilar González Yanci. Anales del Instituto de Estudios Madrileños. Tomo XLVIII extraordinario, segundo centenario de 1808. C.S.I.C., Madrid, 2008

Vicisitudes políticas de una estatua: el 'Carlos V' de León Leoni, de Manuel Espadas Burgos. Anales del Instituto de Estudios Madrileños, número 9. Madrid, 1973