La versión oficial sostiene que el monarca encargó esta escultura en 1605, en señal de agradecimiento por el nacimiento de su heredero (a la postre Felipe IV), que vio la luz el Viernes Santo del citado año en Valladolid, donde había sido trasladada la capital.
Según esta hipótesis, la escultura estuvo en un primer momento en la residencia real vallisoletana, para en 1606 ser llevada al Alcázar de Madrid, una vez que la villa recuperó la capitalidad.
Esta teoría se encuentra seriamente cuestionada a raíz de las investigaciones de Juan José Martín González, quien retrasa el origen de la talla a 1615. El historiador basa esta afirmación en un documento de 1614 encontrado en el Archivo de Simancas, en el que se informa de un encargo de "un Cristo para El Pardo".
Asimismo, Martín González apoya sus conclusiones en la excepcional calidad de la pieza, propia de un artista en plena madurez. Debe tenerse en cuenta que en 1615 Gregorio Fernández había alcanzado el punto culminante de su carrera, con 39 años cumplidos.
El Cristo en una antigua postal.
Lo que sí está fuera de dudas es que Felipe IV hizo donación del Cristo al Convento de los Padres Capuchinos en el año 1615. Desde entonces ha permanecido en este enclave, salvo algunos intervalos de tiempo.
Durante la Guerra de la Independencia (1808-1814), fue escondido para evitar el saqueo de las tropas napoleónicas y, en 1837, fue trasladado a la iglesia del Real Sitio del Buen Retiro, donde estuvo hasta 1850, cuando fue devuelto al convento.
Con el estallido de la Guerra Civil (1936-1939) volvió a ser ocultado en dos lugares. Su primera guarida fue el Palacio de El Pardo y la segunda el Museo del Prado, que lo acogió desde 1937 hasta 1939, cuando finalizó la contienda.
Descripción
Existen al menos quince Cristos yacentes salidos de las manos de Gregorio Fernández y de su taller. Aunque no está del todo claro, los expertos señalan que el de El Pardo pudo ser el cuarto de la serie. Junto con el que se conserva en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid, está considerado como el de mayor valor artístico.
En líneas generales, todos ellos responden a este modelo iconográfico: una figura tumbada sobre una sábana, recostada sobre uno o dos almohadones, con la cabeza girada hacia la derecha y una de las piernas sobresaliendo sobre la otra.
Esta disposición lateral de la cabeza y de las extremidades solucionaba el gran problema que plantean las esculturas en posición decúbito supino y es que el rostro solo puede ser visto desde arriba. De este modo, se garantizaba una correcta contemplación por parte de los fieles durante los desfiles procesionales.
Fotografía de Xaura, en Wikipedia (detalle).
La talla está hecha en madera de pino, policromada al óleo. No es maciza, sino que se ahueca en su reverso, como medida de prevención ante posibles movimientos estructurales de la madera y también para aligerar su peso. Mide 1,60 metros de longitud.
Con respecto a su estilo, estamos ante una obra de transición, a caballo entre el manierismo que domina la producción de Gregorio Fernández en sus primeros años y el naturalismo, casi obsesivo, de sus etapas finales.
A juicio del investigador Rafael Martín Hernández, son rasgos manieristas el profundo conocimiento anatómico del que hace gala el artista en el modelado y el movimiento serpenteante de la figura, con el cuerpo retorciéndose sobre sí mismo, muy lejos del rigor mortis de otros yacentes.
A diferencia de los Cristos que vendrían después, el de El Pardo no presenta en su rostro huellas específicamente cadavéricas, como las cuencas hundidas o los pómulos afilados, caracteres que el autor usó posteriormente con insistencia, en aras de un realismo a ultranza.
En cambio, la escultura sí que parece preconizar ese lenguaje realista en el empleo de ciertos materiales, distintos a la madera, que permiten una mejor simulación de lo que se quiere representar. Así, los ojos son de cristal, al tiempo que los coágulos de sangre se construyen con corcho y vidrio rojo o se atraviesa una de las cejas con una espina auténtica.
Recursos todos ellos que Gregorio Fernández llevaría al extremo en su producción posterior, con la incorporación del marfil en los dientes o el asta en las uñas.
Tarjeta postal de Ediciones Vistabella.
El manierismo de la talla también se aprecia en la melena, compuesta de amplios mechones, sin esa escrupulosa definición de los cabellos que vemos en otras obras de Fernández. O en la propia policromía, que, pese a su efectismo, se presenta muy moderada comparada con la de otros yacentes, con interminables regueros de sangre y abundancia de moratones sobre la piel.