lunes, 29 de noviembre de 2010

La gasolinera de Petróleos Porto Pi

El número 18 de la Calle de Alberto Aguilera alberga una de las grandes joyas del racionalismo arquitectónico español. Nos estamos refiriendo a la antigua gasolinera de Petróleos Porto Pi, actualmente regentada por Repsol-Gesa Carburantes. Fue diseñada en el año 1927 por Casto Fernández Shaw (Madrid, 1896-1978), uno de los máximos representantes de la Generación del 25.

Así se denomina al grupo de autores que, en los años veinte del siglo XX, impulsó la modernización de la arquitectura de nuestro país, con Madrid como foco más activo, al menos inicialmente. Toma este nombre del año de celebración de la Exposición Internacional de Artes Decorativas e Industriales de París, que permitió a los jóvenes arquitectos españoles conocer de primera mano las nuevas tendencias que estaban floreciendo en Europa.

Fruto de esta toma de contacto fue la construcción, en un plazo relativamente corto, de tres obras clave, que resultaron decisivas para la implantación del movimiento racionalista en España.

La estación de servicio que ocupa nuestra atención era una de ellas, junto con el Rincón de Goya (1926-28), de Zaragoza, y la Casa del Marqués de Villora (1927-28), situada en la madrileña Calle de Serrano. Estos dos últimos edificios fueron proyectados por Fernando García Mercadal (1896-1985) y Rafael Bergamín (1891-1970), respectivamente, dos nombres igualmente ligados a la Generación del 25.


El racionalismo arquitectónico proponía superar el historicismo monumentalista que se arrastraba desde el siglo XIX, apostando por las formas geométicas simples, los criterios ortogonales, los volúmenes limpios y los detalles constructivos, todo ello sin caer en un tecnicismo excesivo.

Estos principios se dan cita en la gasolinera de Casto Fernández Shaw, a los que se añaden ciertos toques expresionistas y futuristas, que dan como resultado una de las creaciones más relevantes de la moderna arquitectura española. "Es la obra por la que paso a la historia", llegó a declarar el autor.

Historia

En la década de los veinte del pasado siglo, prácticamente no había gasolineras en las carreteras. Casi todas ellas estaban en las ciudades y consistían en simples surtidores, situados en las aceras.

La gasolinera de la Calle de Alberto Aguilera fue absolutamente revolucionaria en su planteamiento. Se trataba de uno de los primeros intentos de dotar de fisonomía a este tipo de instalaciones, en lo que puede considerarse el nacimiento en España del concepto de estación de servicio.

La gasolinera hacia 1929.

Fue edificada en 1927 por la sociedad Petróleos Pi, una empresa de capital nacional fundada en 1925 por el magnate mallorquín Juan March (1880-1962). Apenas se tardaron cincuenta días en acabar los trabajos.

Su construcción estaba más que justificada, dado el nivel de desarrollo que, en aquel entonces, había alcanzado la industria del automóvil, con un parque de alrededor 18.000 vehículos tan sólo en Madrid.

Prueba de este crecimiento es que, ocho años después de su apertura, la gasolinera tuvo que ser ampliada. La reforma la llevó a cabo el propio Fernández Shaw, quien tuvo un especial cuidado para no alterar la estructura principal.

Imagen nocturna de 1958, cuando la gasolinera era propiedad de la sociedad Gesa. Archivo de Campsa.

En 1977, tuvo lugar uno de los episodios más tristes y lamentables de la historia de nuestra ciudad, desde el punto de vista de su evolución arquitectónica y urbanística. Pese a encontrarse protegida legalmente, la gasolinera fue demolida por los propietarios, que buscaban poder construir en el solar. Sólo quedaron en pie algunos elementos estructurales.

El derribo provocó un gran revuelo social, con manifestaciones de protesta por parte de los estudiantes de arquitectura y otros colectivos. Tan fuerte fue la repercusión mediática que el Ayuntamiento de Madrid se vio obligado a tomar cartas en el asunto, impidiendo la edificación en los terrenos liberados.

Derribo de la estación de servicio, en 1977. Fotografía de Tajes y Piqueras, perteneciente al archivo del Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid.

En 1996 el consistorio dio su permiso para levantar un hotel, a cambio de que los promotores reconstruyeran la vieja estación de servicio, labor que finalmente corrió a cargo del arquitecto Carlos Loren Butragueño.

Desde entonces, los madrileños podemos contemplar un "falso histórico" en el número 18 de la Calle de Alberto Aguilera, compartiendo espacio con un enorme edificio de ocho plantas, que se eleva a sus espaldas.

Descripción

La gasolinera de Petróleos Porto Pi consta de dos partes principales, en las que no faltan las referencias futuristas: la marquesina, como símbolo aeronáutico, y la torre que emerge desde el lado septentrional, una alusión directa a las chimeneas de los buques.

Estamos ante una obra claramente estructuralista, que se apoya en las distintas piezas constructivas para forjar su personalidad, tal y como el propio Fernández Shaw se encargó de remarcar: "ha surgido una silueta de los elementos que integran su construcción".

Consecuencia de este planteamiento es el protagonismo inusitado que poseen los materiales de fábrica, en este caso el hormigón armado, que, siguiendo con las palabras del arquitecto, "se ha conservado en toda su pureza".

Otro de los rasgos fundamentales es el funcionalismo o, como lo definió el propio autor, la ausencia de estilo, ya que todo descansa sobre los diferentes elementos funcionales. "Los aparatos que suministran la gasolina, los aceites, el agua, el aire a presión, los extintores de incendio... 'decoran' la instalación".



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Otros ejemplos de arquitectura racionalista madrileña son:
- La Piscina de la Isla
- La Playa de Madrid

jueves, 25 de noviembre de 2010

El Museo ABC de Dibujo e Ilustración

La puesta en marcha del Museo ABC, dedicado al dibujo y a la ilustración, ha sido una de las grandes noticias de la semana, en el ámbito de la Madroñosfera. Desde estas páginas, queremos aportar nuestro pequeño grano de arena y sumarnos a la lista de blogs que, como Arte en Madrid o Caminando por Madrid, se han hecho eco de esta apertura.



El nuevo museo se encuentra en la antigua fábrica de cervezas que la compañía Mahou levantó en 1894 en la Calle de Amaniel, muy cerca del Convento de las Comendadoras. A pesar de que esta construcción ha llegado hasta nosotros muy mutilada, se trata de uno de los pocos ejemplos que tenemos en Madrid de arquitectura industrial del siglo XIX.

El complejo fue realizado en ladrillo visto, con toques neomudéjares, a partir de un proyecto de Francisco Andrés Octavio (1846-1912), que fue objeto de sucesivas ampliaciones y transformaciones, entre las que cabe citar la llevada a cabo entre 1899 y 1900 por José López Sallaberry (1858-1927).

La adaptación de este edificio decimonónico como recinto cultural ha corrido a cargo de los arquitectos José González Gallegos (Guadalajara, 1958) y María José Aranguren (Madrid, 1958), quienes han apostado por una solución de aire escenográfico y, en cierto sentido, escultórico, donde conviven las viejas estructuras originales con las tendencias arquitectónicas más actuales.



El espacio más singular del museo es, sin duda, el antiguo patio de luces, convertido tras la reforma en un gran vestíbulo, desde el que se canalizan los accesos. Tanto el suelo como la fachada interior han recibido el mismo tratamiento, a base de planos triangulares de acero pavonado, entre los cuales se intercalan pequeños orificios, que garantizan la entrada de luz natural a la distintas dependencias.

El vestíbulo tiene conexión con dos calles, la del Limón y la de Amaniel. En esta última vía se halla la entrada principal, que queda enmarcada por un cuerpo-viga acristalado, envuelto dentro de un enrejado metálico. Si, al exterior, este elemento se concibe como un enorme dintel, en su parte interior, funciona como un lugar de descanso y mirador.



El Museo ABC tiene una superficie de más de 3.500 cuadrados, que se distribuyen a lo largo de seis plantas, dos de ellas subterráneas. El espacio de exposiciones principal se extiende bajo el patio-vestíbulo, en una sala de doble altura.

Su colección, que arranca en el año 1891, está integrada por 200.000 dibujos originales, firmados por aproximadamente 1.500 artistas, entre los que cabe destacar a Salvador Dalí, Juan Gris o Rafael de Penagos.

Todos ellos proceden de los fondos del diario ABC y de la desaparecida revista Blanco y negro, igualmente publicada por Prensa Española, la editora del periódico antes de la entrada de Vocento.

lunes, 22 de noviembre de 2010

El Pontón de la Oliva



El Pontón de la Oliva es una presa de mediados del siglo XIX, actualmente en desuso, que está situada en el curso bajo del río Lozoya, dentro del término municipal de Patones.

A pesar de que estuvo muy poco tiempo funcionando, posee una gran importancia histórica, ya que se trata de la infraestructura más antigua del Canal de Isabel II, el magno proyecto hidráulico que llevó el agua corriente a Madrid, hace más de 150 años.

Historia

La presa fue concebida como el embalse captador del Lozoya, desde donde se derivarían las aguas del río hasta la capital, a través de de un sistema de canalizaciones y depósitos.

Su construcción dio comienzo el 11 de agosto de 1851, en un solemne acto al que acudió el rey consorte Francisco de Asís de Borbón (1822-1902), que puso la primera piedra de modo simbólico.

Aunque las obras del Pontón de la Oliva concluyeron en 1856, hicieron falta dos años más para que estuviese listo todo el operativo del Canal de Isabel II, necesario para el abastecimiento de Madrid.


La presa, aguas abajo.

El Canal de Isabel II se inauguró el 24 de junio de 1858. Ese día se convirtió en una auténtica fiesta para los madrileños, con el pueblo echado a la calle para comprobar in situ la llegada del agua a la ciudad.

Se organizaron varias ceremonias, que contaron con la asistencia de la reina Isabel II (1830-1904) y de distintas autoridades.

La primera de ellas tuvo lugar en el Campo de Guardias, en la Calle de Bravo Murillo, donde se edificó el primer depósito, y la segunda, quizá la más espectacular, se celebró en la Calle Ancha de San Bernardo, donde una multitud contempló, entre vítores y aplausos, cómo se encendía una fuente conmemorativa que arrojaba un chorro de considerable altitud.

Honor, gloria a la ciencia,
palanca irresistible
al genio creador. 
Por él Lozoya altivo
se arranca de su asiento
y eleva al firmamento
su inmenso surtidor.


Llegada del agua a Madrid el día 24 de junio de 1858. Vista de la Calle Ancha de San Bernardo, a la altura de la Iglesia de Montserrat.

Culminaba así un proceso de gran complejidad, que había comenzado en 1848, cuando se dieron los primeros pasos legislativos y técnicos. Pero, como suele suceder cuando se abordan empresas de tamaña envergadura, fueron muchos los problemas y los contratiempos surgidos.

Un esfuerzo inútil

Para construir el Pontón de la Oliva fueron empleados alrededor de 200 peones libres, además de 1.500 presidiarios, condenados a trabajos forzados. Contaron con la ayuda de aproximadamente 400 bestias, que se utilizaban para los portes y para el empuje de carros y máquinas.

Las pésimas condiciones de trabajo, las epidemias y las fiebres, los temporales y las riadas fueron factores de fuerte dramatismo, que provocaron numerosas bajas y ralentizaron el trabajo.

Lamentablemente, todo este ingente esfuerzo fue inútil, pues pronto se puso en evidencia que el lugar elegido para el embalse, una garganta natural en el paraje conocido como Cerro de la Oliva, no era el más idóneo, debido a las filtraciones que se producían.

No fue exactamente un fallo, sino pura ignorancia. En el momento de construcción de la presa, no se había descubierto el fenómeno del karst que afecta a las rocas calizas que conforman la cerrada. Consiste en un tipo de relieve, en el que dominan los componentes solubles al agua.

En realidad, el embalse nunca llegó a funcionar plenamente. El tiempo máximo que solía durar el agua retenida era de apenas dos meses, debido a los citados procesos de karstificación.

Por todas estas razones, la vida de Pontón de la Oliva fue relativamente corta. En 1869 comenzaron las obras de la presa de El Villar, levantada igualmente sobre el Lozoya, que le sustituyó en su función de embalse captador del Canal de Isabel II.

El Pontón de la Oliva en 1856, a punto de finalizar las obras. Fotografía de Ch. Clifford, propiedad del Canal de Isabel II. 

Descripción

El Pontón de la Oliva fue diseñado por los ingenieros Juan Rafo y Juan de Ribera. Técnicamente es una presa de gravedad, un tipo de estructura de gran solidez, que depende de su propio peso para retener el agua. Esta tipología es la más recurrente en embalses ubicados en gargantas y desfiladeros, como es el caso.


La presa en 1857. Colección Casariego, Museo de Historia de Madrid.

Está formado por un muro trapezoidal, que tiene en su base 39 metros de grosor y en su punto más alto tan sólo 6,72 metros. El ancho disminuye escalonadamente en la cara situada aguas arriba, mientras que, hacia el otro lado, prácticamente se alcanza la vertical.


El muro de la presa, aguas arriba.

Su altura es de 27 metros, a los que hay que añadir 5 metros soterrados, para la cimentación. Con respecto a la longitud de coronación, se rozan los 73 metros.

Además del muro, existe un aliviadero, excavado directamente sobre la roca, así como una torre para la toma del canal.

La fábrica es de sillería, a base de bloques de piedra, unidos mediante mortero de cal.


Torre para la toma del canal, aguas arriba.

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jueves, 18 de noviembre de 2010

El proyecto de Ventura Rodríguez para San Francisco el Grande

Después de leer el magnífico artículo que sobre San Francisco el Grande ha publicado el blog Viendo Madrid, nos tomamos la libertad de abordar este tema, aunque desde otra perspectiva.

No vamos a hablar de la basílica que conocemos, sino de la que pudo haber sido y nunca fue. Nos estamos refiriendo al proyecto fallido de Ventura Rodríguez (1717-1785), que, pese a su porte majestuoso y elegante, no pudo ejecutarse, al no contar con la aprobación de la comunidad franciscana que realizó el encargo.


Fuente: Urbanity

Fue a este insigne arquitecto a quien se le encomendó inicialmente la construcción del templo, que sustituía a un complejo conventual de origen medieval, derribado en el año 1760.

Su planteamiento era una grandiosa iglesia neoclásica de planta de cruz latina, con tres naves, que, claramente, se inspiraba en las trazas de San Pedro del Vaticano.

A pesar de tratarse de un modelo muy extendido en el mundo cristiano, el diseño fue desestimado, básicamente porque situaba el coro al fondo del presbiterio, lo que chocaba con la tradición española de enfrentarlo al altar, para así poder colocar un gran retablo.

Ventura Rodríguez sufrió un duro revés con el rechazo de su idea, no sólo porque vio herido su orgullo profesional, sino también porque, para él, esta obra significaba el punto culminante de su carrera.

De hecho, las malas lenguas afirman que el arquitecto aprovechó su influencia en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando para poner trabas al proyecto que finalmente salió ganador, firmado por Francisco Cabezas (1709-1773).

La propuesta de Cabezas consistía en una gran iglesia de planta circular, cubierta con una cúpula de 33 metros de diámetro, que es la que ha llegado hasta nuestros días, si bien con sensibles variaciones introducidas posteriormente por otros autores.

Pero dejemos la descripción de todos estos detalles para otra ocasión o, mejor aún, os remitimos al citado reportaje de Viendo Madrid, todo un despliegue de documentación y fotografías, realmente espectaculares. Lo recomendamos de corazón.



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lunes, 15 de noviembre de 2010

La Iglesia de San Ginés, antes y ahora (1)

Inauguramos la sección "Antes y ahora", en la que queremos mostrar la evolución urbanística y arquitectónica de los espacios públicos madrileños, a partir de documentos preferentemente gráficos.

Empezamos con la Iglesia de San Ginés de Arlés, una de las más antiguas de nuestra ciudad y también una de las más conocidas, dada su céntrica situación, en plena Calle del Arenal.

De esta parroquia se tienen referencias desde el siglo XII, si bien el edificio que ha llegado hasta nuestro días es fruto de numerosas obras de reforma, reconstrucción y consolidación. Las más importantes fueron las realizadas en 1645, que dotaron al templo de un trazado barroco, típicamente madrileño, sin descartar los trabajos ejecutados en los siglos XIX y XX, con la inclusión de nuevos elementos constructivos.

En este artículo no vamos a entrar en demasiados detalles descriptivos. Tan sólo pretendemos analizar la fotografía histórica que acompañamos, captada entre 1906 y 1914, donde puede verse el flanco septentrional de la iglesia, desde la Calle del Arenal, con un aspecto muy diferente al actual.

La iglesia, antes

Fotografía de J. Lacoste, realizada entre 1906 y 1914. Museo de Historia.

Esta imagen de principios del siglo XIX nos muestra un templo de fisonomía sorprendentemente renacentista, con abundantes motivos ornamentales, sobre todo alrededor de los vanos y en la balaustrada que recorre la parte superior, y con revestimiento de revoco en los muros.

Todo ello fue incorporado durante la remodelación de 1870, en la que el arquitecto José María Aguilar realizó una recreación plateresca, absolutamente descontextualizada, siguiendo las modas historicistas del siglo XIX.

Otro ejemplo de este tipo de intervenciones arquitectónicas lo encontramos en la Iglesia de las Calatravas (1670-1678), en la calle de Alcalá, cuya fachada barroca fue totalmente modificada durante el reinado de Isabel II, a partir de modelos renacentistas milaneses, que todavía se mantienen.

La iglesia, ahora

Fotografía tomada el 6 de noviembre de 2010.

Los añadidos neoplaterescos perduraron hasta 1956, cuando comenzó la última gran transformación que ha tenido la Iglesia  de San Ginés, con la que ésta recuperó la apariencia barroca que podemos ver en la actualidad.

Los adornos fueron eliminados, al tiempo que el revoco fue sustituido por una fábrica de ladrillo, combinada con cajas de mampostería, característica del Madrid de los Austrias.

También fue levantado un tercer cuerpo, rematado con un frontón, en la fachada de la Calle del Arenal, aunque esta pieza no puede apreciarse en las fotografías adjuntas, ya que se oculta dentro del patio que sirve de acceso.

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jueves, 11 de noviembre de 2010

Las cuatro damas madrileñas de Manolo Valdés

Madrid tiene la suerte de albergar cuatro esculturas urbanas de Manolo Valdés (Valencia, 1942), uno de los artistas españoles de mayor proyección internacional y dinamismo creativo. Fue uno de los tres fundadores del Equipo Crónica (1963-1981), que tanto contribuyó a renovar la pintura de nuestro país en el último tercio del siglo XX.

Se trata de cuatro cabezas de mujer, ataviadas con llamativos tocados, que parecen inspirarse en las figuras femeninas de pintores como Velázquez, Zurbarán o Matisse. Llegaron a la capital en el año 2003 y fueron instaladas en espacios públicos, en contacto directo con el ciudadano, ya que, en palabras del propio autor, "el arte no se ha hecho para estar en un museo".

La primera de las damas que ocupa nuestra atención preside un cerro artificial del Parque Lineal del Mananzares, donde destaca poderosamente debido a su descomunal tamaño. Las otras tres, mucho más pequeñas y desconocidas, se encuentran en el Aeropuerto de Barajas y forman parte de un mismo conjunto.

'La Dama del Manzanares'



De esta imponente escultura, hecha en bronce y en acero, ya hablamos en su momento, en el artículo denominado "Monumentos dedicados al Manzanares". Mide 13 metros de alto y pesa alrededor de 8 toneladas.

Corona una estructura piramidal, que fue diseñada por el arquitecto Ricardo Bofill (Barcelona, 1939), como uno de los elementos constructivos de mayor simbolismo del Parque Lineal del Manzanares.

Con esta obra, Manolo Valdés quiso simbolizar la relación de la ciudad con su pequeño río, tantas veces denostado a lo largo de la historia. De ahí que la dama esté orientada al norte, mirando hacia el casco histórico madrileño, con el cauce del Manzanares a sus espaldas.



'Las tres damas de Barajas'

Con este nombre es conocido el grupo escultórico que adorna la zona de facturación de la Terminal 4, un lugar que entusiasmó a Valdés desde el primer momento, incluso antes de ser inaugurado. "Es precioso, un sitio muy puro y tecnológico a la vez, con un techo escultórico; y cambia tanto con la luz durante el día que no sabes cuándo está más bello".

Lo conforman tres bustos independientes de bronce, de unos cuatro metros de alto y tres de ancho cada uno, colocados de tal modo que se diría que están conversando entre sí. Cada pieza pesa aproximadamente 1.700 kilos, que se elevan a 2.300 si se añaden las peanas de sujeción.

En un intento por definir una personalidad propia e intransferible para cada escultura, el artista las bautizó con un nombre diferente, resaltando en cada caso un determinado aspecto del "eterno femenino". Y para reforzar este efecto le pidió al escritor Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936) que creara un texto identificativo para cada una.

Éstos son sus nombres, con sus respectivas cartas de presentación, salidas de la pluma del último Premio Nobel de Literatura:

La realista. "Sólo existe lo que piso, miro, siento y toco: la lluvia que nos moja, los perros que nos huelen y los apresurados, transeúntes. Detesto las mentiras de la irrealidad. Acato sin protestar la tiranía de todo lo existente. Sólo amo lo posible y me sublevo contra el hechizo de las ilusiones. Pobres amigas, ustedes tienen miedo a la vida y por eso se esconden entre las musarañas de las fantasías. Yo sé vivir".



La coqueta."¿El secreto de mi felicidad? La esquiva sonrisa que atiza el hambre del amor de los viajeros, el ligero mohín que ensalza la curva de mis labios y describe la nieve relampagueante de mis dientes. Una rodilla, un empeine, el lóbulo de la oreja, las aletas de la nariz pueden insinuar cosas hermosas y llenar de deseos a los hombres. Amigas, ustedes sólo sueñan, yo hago soñar".



La soñadora. "Amigas. Ustedes envidian los lujos que no tengo: los estanques de rocío y de lágrimas donde unos pececillos dorados me acarician los pies en las mañanas y los collares de mariposas que aletean alrededor del cisne que es mi cuello a la caída de la noche. Envidian la miel que abejas rumorosas destilan en mi boca y las ardientes poesías de amor que compone para mí mi tierno enamorado y que entonan a mis oídos los pájaros cantores. Envídienme, envidiosas: sí, sí, yo soy, ama y señora del espejismo y de los sueños."

lunes, 8 de noviembre de 2010

La Virgen de la Almudena, según Lope de Vega

El 9 de noviembre los católicos celebran la festividad de la Virgen de la Almudena, patrona de Madrid.

Se conmemora así una tradición que se remonta a 1085, cuando, poco después de reconquistar la ciudad, el rey Alfonso VI de León y Castilla ordenó la búsqueda de una talla mariana que, presuntamente, había sido escondida en el siglo VIII.

Según la leyenda, la imagen fue descubierta milagrosamente, al desprenderse el lienzo de muralla donde fue ocultada, cerca de la desaparecida Puerta de la Vega, en la cuesta del mismo nombre, justo cuando pasaba la comitiva encargada de su busca.

Esta conocida historia ha servido de inspiración a diferentes autores del Siglo de Oro, caso de Lope de Vega, Calderón de la Barca, Jerónimo de Quintana o Juan de Vera Tassis. Entre todos ellos, destacamos a Lope, que, en 1625, publicó el libro de poemas Triunfos divinos, donde se incluían unas octavas dedicadas a la Virgen de la Almudena, que reproducimos parcialmente más abajo. 

El literato relata el momento de la aparición y pone el énfasis en el estado de conservación de la imagen, que, siempre según la tradición, salió a la luz sin ningún signo de deterioro, después de cuatrocientos años oculta dentro de la muralla, e, incluso, con dos velas prendidas a sus pies. 

Madrid, por tradición de sus mayores, 
busca su imagen con devota pena,
donde los africanos vencedores
tenían de su trigo la almudena.

El muro, produciendo varias flores
por los resquicios de la tierra amena,
con letras de colores parecía
que les mostraba el nombre de María. 

La imagen, pues, tan limpia y bien tratada
salió del  muro, aunque de piedras era,
que parecía que con ser pintada
conservaba también ser siempre entera (...).

El pino de que es hecha, siempre entero,
a tanta edad se muestra inaccesible,
que no a ser Dios el escultor primero
pareciera a los años imposible.

En su virtud, el cándido madero,
como si fuera cedro incorruptible,
imita al dueño de quien fue traslado,
que no admitió carcoma de pecado.


La aparición de la Virgen, en un grabado del siglo XVIII

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jueves, 4 de noviembre de 2010

El Castillo Viejo de Manzanares el Real

Manzanares el Real se ha convertido en uno de los principales destinos turísticos de la región madrileña, gracias a su soberbio castillo del siglo XV, que figura entre los mejor conservados de la geografía española.

Pero poca gente conoce que en este municipio existe otra fortaleza, mucho menos vistosa e impactante, que nos disponemos a visitar, siguiendo nuestra costumbre de buscar los rincones más  recónditos de la comunidad autónoma.



El Castillo Viejo, que es así como se llama, tiene un origen incierto. Se sabe que es anterior al castillo que ha dado fama internacional a Manzanares el Real, pero no hay datos sobre la fecha exacta de su construcción. Según algunos autores, pudo ser erigido en la primera mitad del siglo XIV, para disfrute de Leonor de Guzmán (1310-1351), a quien su amante, Alfonso XI de Castilla (1311-1350), le había hecho entrega de las tierras del Real de Manzanares.

Esta hipótesis se apoya en la existencia de un documento firmado por el monarca, solicitando carpinteros para los "palacios de Manzanares". Sin embargo, no es posible certificar que el rey se estuviera refiriendo al Castillo Viejo, pues cabe la posibilidad de que la pareja tuviese a su disposición otras residencias, tal vez de carácter provisional.

En cualquier caso, la teoría más aceptada es que fue edificado a finales del siglo XIV, poco después de que la Casa de Mendoza tomara posesión del Real de Manzanares.

Este territorio, que ocupaba la franja meridional de la Sierra de Guadarrama, fue objeto de fuertes disputas entre las Comunidades de Villa y Tierra de Segovia y de Madrid, que aspiraban a controlar sus ricos pastos y bosques.

El 14 de octubre de 1383 el rey Juan I de Castilla (1358-1390) puso fin a los conflictos entre madrileños y segovianos haciendo donación de las tierras a su mayordomo, Pedro González de Mendoza (1340-1385), quien, un año después, decidió legarlas a su hijo, Diego Hurtado de Mendoza (1367-1404).

A este último es a quien, de forma tradicional, se atribuye la fundación del Castillo Viejo.

Fuere como fuere, la fortificación tuvo una vida relativamente corta, ya que, en el último tercio del siglo XV, los Mendoza decidieron abandonarla y levantar otra de mayor tamaño, acorde con el rango alcanzado por esta poderosa familia.

Para evitar los costes de mantenimiento que hubiera supuesto tener dos fortalezas abiertas y, sobre todo, para impedir que cayera en manos hostiles, el viejo edificio fue desmontado piedra a piedra, hasta dejar solamente la parte baja de los muros.

Hoy día el Castillo Viejo languidece arruinado en un escondido rincón de Manzanares el Real, mientras que la fortaleza que le tomó el relevo se alza esplendorosa a orillas del Embalse de Santillana, convertida en uno de los símbolos de la Comunidad de Madrid.


Descripción

El Castillo Viejo presenta un trazado muy recurrente en las construcciones militares españolas de los siglos XIV y XV: una planta cuadrangular, con torres circulares en tres de los ángulos y una cuarta cuadrada, la del Homenaje, en la esquina restante.

Se trata de un modelo que también comparte el castillo edificado posteriormente, aunque, en este último caso, hay que hablar de unas dimensiones notablemente mayores y de una calidad arquitectónica muy superior, en consonancia con la función palaciega desarrollada.

Lamentablemente, sólo se conservan los restos de dos muros y la parte inferior de algunas torres, todo ello integrado dentro de un recinto ajardinado, conocido oficiosamente como Plaza de Armas.

Todos estos vestigios permiten adivinar una cierta influencia mudéjar. Así al menos se desprende del tipo de fábrica empleada, a base de mampostería de piedra de granito, con encintado de ladrillos.



Fotografías de J. J. Guerra Esetena, algunas de ellas publicadas en Wikipedia.

martes, 2 de noviembre de 2010

La ermita medieval de la Virgen de la Oliva, de Patones



Patones se ha convertido en uno de los pueblos madrileños más célebres dentro y fuera de la región, gracias a la singularidad de su casco histórico, uno de los mejores exponentes de la llamada arquitectura negra.

Además de este atractivo, el municipio guarda otros tesoros, que, aunque no son muy conocidos, resultan muy relevantes desde el punto de vista histórico-artístico.

A lo largo y ancho de su término es posible encontrar vestigios prehistóricos, como los hallados en la Cueva del Reguerillo; prerromanos, como el castro carpetano de la Dehesa de la Oliva; o decimonónicos, como las fabulosas infraestructuras hidráulicas del Canal de Isabel II, caso del Pontón de la Oliva.

Hoy nos detenemos en el pasado medieval del municipio. Visitamos la Ermita de la Virgen de la Oliva, un pequeño templo del siglo XII o XIII, que, pese a su valor y significado, presenta una lamentable conservación.

Es uno de los nueve conjuntos madrileños que han sido incluidos en la Lista Roja de Patrimonio, con la que la asociación Hispania pretende dar a conocer los monumentos y paisajes españoles que se encuentran amenazados o en peligro de desaparición.



Descripción

La ermita se sitúa a unos cuatro kilómetros del núcleo urbano de Patones, en la Dehesa de la Oliva. Se alza sobre una ladera, desde la cual se desciende al río Lozoya y, más en concreto, al Pontón de la Oliva (1851-56), una de las primeras presas del Canal de Isabel II, actualmente en desuso.

No se sabe mucho sobre el origen de este templo románico, que, por su estado completamente ruinoso y su alejado emplazamiento, fuera de las grandes rutas turísticas, pasa por ser uno de los edificios más desconocidos del ya de por sí desconocido románico madrileño.



Sólo se mantienen en pie la cabecera, el inicio de la nave principal y uno de los muros, que, desgraciadamente, muestran un avanzado deterioro, con riesgo de desprendimientos y vegetación invasiva.

Con respecto al primer elemento señalado, se trata de un ábside semicircular que se cubre con una bóveda de cuarto de esfera, todo ello hecho en mampostería, con hiladas de ladrillo. 

En esta parte hay abiertos tres vanos, dispuestos simétricamente. El central, el de mayor interés, está constituido por un arco de medio punto, mientras que los dos laterales consisten en simples hendiduras, a modo de aspilleras.

La cabecera queda unida al cuerpo principal mediante un tramo recto, correspondiente al presbiterio. Aquí se sitúa un arco triunfal, de forma apuntada, que da paso a un arranque de bóveda de cañón, también apuntada. En ambos casos, la fábrica es de ladrillo.

Es una obra modesta y de carácter rural, que adopta libremente algunas de las pautas constructivas características del románico, imprimiéndole un aire mudejarizado. 

Por esta razón, no es posible encuadrarla, al menos de modo estricto, en ninguna de las dos corrientes arquitectónicas que florecieron en la región entre los siglos XII y XIV: por un lado, el románico de ladrillo o románico-mudéjar, que, procedente de León, se expandió por Zamora, Salamanca, Valladolid, Ávila y Segovia, hasta alcanzar el norte madrileño y la provincia de Guadalajara; y por otro, el mudéjar toledano, que, por proximidad geográfica, se impuso en el centro y sur de la comunidad autónoma.



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