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lunes, 23 de febrero de 2015

Los grabados madrileños de David Roberts

David Roberts (1796-1864) fue un pintor romántico de origen escocés que recorrió España entre 1832 y 1833. Reflejó nuestro país en decenas de paisajes que se popularizaron en toda Europa, gracias a que fueron reproducidos a gran escala por medio de grabados y publicados en varios libros de ilustraciones.


'Puerta del Hospicio'.

Entre los lugares retratados no podía faltar Madrid. Aquí permaneció algo más de tres semanas, del 16 de diciembre de 1832 al 9 de enero de 1833, que le sirvieron para entrar en contacto con los maestros españoles del Prado y para realizar varias vistas, que figuran entre las más notables que se hayan hecho de la capital en la primera mitad del siglo XIX.


'Calle de Alcalá'.

Madrid no debió impresionarle especialmente, como así se desprende de la carta que le remitió a su hermana, en la que afirmaba que la ciudad no poseía “más que iglesias y conventos”. Tal vez esperaba un mayor grado de exotismo (tal era el concepto que se tenía de España durante el romanticismo), algo que sí encontró en su periplo por Andalucía.

Los viajeros de la época tenían opiniones enfrentadas acerca de la capital. Unos consideraban que era demasiado moderna para ser representativa de ese ideal novelesco que se le atribuía a España, mientras que otros condensaban en ella el casticismo hispano. No cabe duda de que David Roberts estaba más próximo a los primeros.

'Puerta de Alcalá'.

Tampoco le entusiasmó el ambiente pictórico madrileño, al menos en lo que respecta al paisajismo. “Es una calumnia darle ese nombre”, llegó a escribir en una carta enviada desde Córdoba. A la inversa, sí que contribuyó a que esta corriente penetrara en España, habida cuenta la influencia que ejerció sobre Genaro Pérez Villaamil, el principal paisajista romántico de nuestro país, al que conoció en 1833.


'Palacio Real'.

Al margen de su innegable valor artístico, la obra de David Roberts reúne un interés documental muy elevado, al mostrarnos lugares y edificios que después han sufrido grandes transformaciones o sencillamente se han perdido.

Es el caso del dibujo que hemos incluido más arriba, en el que podemos ver las rampas que tuvo el Palacio Real en su flanco occidental, y de esta vista de la Calle Ancha de San Bernardo, donde se distingue, más allá de la Iglesia de Montserrat, el desaparecido Noviciado de la Compañía de Jesús.


'Calle de San Bernardo'.

Gracias a uno de sus dibujos, conocemos el aspecto del retablo que hizo Ventura Rodríguez para la Colegiata de San Isidro, que, recordemos, fue destruido durante la Guerra Civil (1936-39) y posteriormente restaurado siguiendo el diseño primitivo.

'Altar mayor de la Iglesia de San Isidro'.

Aunque, por norma general, Roberts intentaba reflejar la realidad de una manera fidedigna, en algunas obras se permitía alguna que otra licencia creativa, con cierta tendencia a crear fondos escenográficos, que parecen revelar sus comienzos profesionales en el teatro.

Así se comprueba en el grabado Entrada a Madrid por la Puerta de Fuencarral, donde se reconocen, a ambos lados del portillo, las Salesas Nuevas y la ya citada Iglesia de Montserrat. Al fondo se eleva el Palacio Real, claramente sobredimensionado para esa perspectiva, y en primer término, a la derecha, aparecen las Comendadoras, fuera de su verdadero emplazamiento (tendrían que estar en un plano inferior).


'Entrada a Madrid por la Puerta de Fuencarral'.

Durante su estancia en España, realizó preferentemente dibujos en acuarela, de los cuales se conservan muy pocos originales, ya que muchos de ellos fueron reelaborados para servir de base a los grabados. Apenas trabajó con óleo, debido a las dificultades de transporte.

'El Puente de Toledo sobre el Manzanares'.

De su serie madrileña hay constancia de al menos cinco acuarelas originales. Tres son propiedad de la Colección Abelló (Calle de San Bernardo, Altar Mayor de la Iglesia de San Isidro y Fuente de Cibeles) y las otras dos se encuentran fuera de España. Se trata de El Puente de Toledo sobre el Manzanares, perteneciente a The Royal Collection (Reino Unido), y de Fuente en el Prado, que se custodia en el Denver Art Museum (Estados Unidos).

lunes, 15 de diciembre de 2014

Los grabados del general Bacler d'Albe

Louis Albert Guislain Bacler d'Albe (1761-1824) fue un general francés que asesoró y acompañó a Napoleón Bonaparte en numerosas campañas militares. Fue también uno de los cartógrafos más importantes de su tiempo y un destacado pintor, que contribuyó a la renovación de la pintura de batallas.

Nos centramos en esta última faceta, toda vez que Bacler d’Albe nos ha legado un buen número de vistas madrileñas, que captó entre 1808 y 1809 durante dos viajes efectuados a España, en plena Guerra de la Independencia (1808-1814).

Aunque Bacler d’Albe visitó nuestro país con la idea de obtener croquis y documentos de interés topográfico, aprovechó su estancia para realizar una serie de dibujos paisajísticos, que después recopiló en dos volúmenes de grabados, publicados entre 1819 y 1822.

Muchos de ellos fueron hechos con una intención propagandística, a mayor gloria de Napoleón. Es el caso del que reproducimos a continuación, donde se muestra el paso por Somosierra de las tropas galas, con el propio emperador en el centro de la escena, mientras observa cómo se distribuye la comida a un grupo de prisioneros españoles.


'Entreé du défilé de Sommo-sierra'.

Bacler d’Albe también reflejó a los invasores atravesando el Alto del León, el otro gran paso del centro peninsular, a modo de testimonio de su fortaleza y control de las vías de comunicación. La inconfundible silueta del monumento que corona el puerto, erigido en 1749 por orden de Fernando VI, focaliza la composición, con una altura muy superior a la que tiene realmente.


'Monument élevé sur le sommet du Guadarrama, á la limite de deux Castilles'.

Además de estas estampas, dirigidas a ensalzar las hazañas napoleónicas, Bacler d’Albe hizo varias panorámicas de la capital, al más puro estilo de los vedutistas que florecieron en aquellos tiempos. Una de las más reconocibles, la cornisa sobre la que se asienta el Palacio Real, queda retratada desde la margen derecha del Manzanares.


'Le Palais du Roi à Madrid'.

El autor tuvo acceso al Real Sitio de El Pardo, que plasmó exagerando el tamaño de las montañas de la Sierra de Guadarrama, en la línea de las modas románticas de la época, muy dadas a sobredimensionar el relieve.


'Le chateau du Pardo près de Madrid'.

El romanticismo también se advierte en esta vista de la Casa de Campo, que aparece representada dentro de una atmósfera envolvente, como de ensoñación. El antiguo Palacete de los Vargas emerge desde una densa masa vegetal, mientras la estatua ecuestre de Felipe III (hoy en la Plaza Mayor) parece marcar la senda de la pareja paseante.


'La Casa del Campo près de Madrid'.

En la siguiente vista del Cerro de San Blas, donde se eleva el Observatorio Astronómico, el artista nos presenta un edificio solitario, en el que crece la maleza, siguiendo el gusto romántico por las construcciones abandonadas. No obstante, es así como debería encontrarse, habida cuenta que, durante la Guerra de la Independencia, el Observatorio fue utilizado como polvorín por los franceses.


'L'Observatoir de Madrid, transformé en magasin à poudre pendant, dans le fond le couvent d'Atotcha'.

Y terminamos con dos amables 'vedute' del Salón del Prado. En la primera puede apreciarse la Fuente de Cibeles, enmarcada por una Puerta de Alcalá de medidas desmesuradas, sobre todo en lo que respecta a su frontón central.


'La Fontaine de Cibèle à la Porte d'Alcala à Madrid'.

En la segunda, dedicada a la Fuente de Neptuno, Bacler d'Albe realiza una interpretación libre, alterando el diseño de los grupos escultóricos y dotándoles de un dinamismo barroco, ciertamente alejado del concepto neoclásico original.

'La Fontaine de Neptune et la promenade du Prado à Madrid'.

Nota

Los dibujos de Bacler d'Albe reproducidos en el presente artículo son litografías de Engelmann, impresas entre los años 1820 y 1822.

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lunes, 1 de diciembre de 2014

Ocho paisajes madrileños de la época de las vanguardias

Madrid siempre ha sido un tema recurrente en la pintura paisajista española, incluso en la denominada época de las vanguardias, cuando el concepto de arte experimentó una profunda mutación. Repasamos algunos de los ismos artísticos que surgieron en las primeras décadas del siglo XX, por medio de ocho paisajes inspirados en nuestra ciudad y su entorno.

Impresionismo

Aunque muchos autores no consideran el impresionismo parte de las vanguardias, sino el antecedente contra el cual reaccionaron aquellas, nadie pone en duda que fue un punto de inflexión para la historia del arte. En España esta corriente la abanderó Joaquín Sorolla (1863-1923), que incluso fue un paso más allá al profundizar en el llamado luminismo.

En El Guadarrama visto desde La Angorrilla (1906-1907), uno de los numerosos cuadros que el artista levantino hizo durante sus visitas al Monte de El Pardo, daba cuenta de su preocupación por la luz, al tiempo que hacía una reivindicación de la pintura al aire libre como fundamento creativo.


Museo Sorolla, Madrid.

Benjamín Palencia (1894-1980) también abrazó el impresionismo en los primeros años de su carrera, aunque después evolucionaría hacia el surrealismo, el cubismo, el constructivismo, el naturalismo y el fauvismo. En La Estación del Norte (1918) se apoya en el citado movimiento para “envolver de luz madrileña”, como él mismo llegó a decir, una escena cotidiana. 


Museo de Albacete.

La reacción contra el luminismo

Contemporáneo de Sorolla, Enrique Martínez Cubells (1847-1947) practicó una pintura realista, que, aunque alejada de las vanguardias, entroncaba con éstas por su espíritu experimentador. Movido por este afán, buscó su propia personalidad fuera del pintoresquismo de los circuitos comerciales y del luminismo que su coetáneo había puesto de moda.

El lienzo La Puerta del Sol (1902) es un buen ejemplo de este doble interés, al reflejar un ambiente cosmopolita, más propio de las grandes urbes europeas que de la castiza capital, y además dentro de una atmósfera lluviosa, con la que el artista madrileño daba la réplica al concepto de luz sorolliano.


Museo Carmen Thyssen. Málaga.

Expresionismo

Nuestra siguiente parada es el expresionismo y, más en concreto, la visión absolutamente personal que de este movimiento tuvo el madrileño José Gutiérrez Solana (1896-1945). Fue el pintor del esperpento y de lo macabro, el que, haciendo suyos los postulados de la Generación del 98, reflejó una España sórdida, decadente y trágica.

Su pincelada densa, su trazo grueso y el tenebrismo de su paleta están presentes en El carro de la carne (1919), una obra ambientada en el Puente de Segovia, en la que podemos reconocer, en la parte superior derecha, la silueta de San Francisco el Grande.


Museo de Bellas Artes de Bilbao.

El vibracionismo de Barradas

A pesar de su corta vida, el artista uruguayo Rafael Barradas (1890-1929) ejerció una notable influencia sobre los pintores españoles de su generación, además de en determinados movimientos literarios, como la Generación del 27.

Difícil de encasillar en alguna vanguardia, Barradas desarrolló la suya propia, denominada vibracionismo, con la pretensión de ofrecer una visión movediza, fragmentada y simultánea del mundo circundante. El óleo De Pacífico a Puerta de Atocha (1918) es una declaración de principios de la preocupación del autor por capturar a la vez todos los instantes.


Colección Santos Torroella, Barcelona.

El cubismo daliniano

Durante su residencia en Madrid, Salvador Dalí (1904-1989) hizo varios tanteos con el cubismo, movimiento que solo conocía por fuentes indirectas, ya que la ciudad se mantenía ajena a esta manifestación artística. En Nocturno madrileño, perteneciente a una serie de dibujos en tinta y aguada que el artista hizo en 1922, nada más llegar a la capital, se advierten ciertos rasgos cubistas, interpretados libremente.


Fundación Gala Salvador Dalí, Figueras (Gerona).

Postimpresionismo

A Nicanor Piñole (1878-1978) se le suele catalogar dentro del post-impresionismo, nombre con el que se conoce el desarrollo que tuvo el impresionismo bien entrado el siglo XX, por lo general desde planteamientos muy personales. En La Gran Vía (1935), el pintor asturiano aprovecha la nocturnidad del paisaje para amalgamar, como si fueran un único elemento, edificios, neones y coches.


Museo Nicanor Piñole, Gijón.

Escuela de Vallecas

Volvemos la mirada a Benjamín Palencia, que, al margen de sus inicios impresionistas, jugó un relevante papel a la hora de renovar el arte español. Guiado por este propósito, fundó en el año 1927 la llamada Primera Escuela de Vallecas, junto con el escultor Alberto Sánchez Pérez (1895-1962).

Tras el estallido de la Guerra Civil, Palencia retomó el proyecto, esta vez con Francisco San José (1919-1981) como principal colaborador, en lo que fue conocido como Segunda Escuela de Vallecas. A esta etapa corresponde la acuarela Niños de Vallecas (1940), en la que el pintor recurre a técnicas naturalistas para reflejar la cruda realidad de la posguerra, con la villa vallecana como telón de fondo.


Museo de Albacete.

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lunes, 28 de julio de 2014

El río Manzanares, según Casimiro Sainz (2)

Continuamos con Casimiro Sainz, uno de los artistas que mayor atención han prestado al paisaje madrileño, especialmente al humilde río Manzanares, que reflejó utilizando diferentes puntos de vista, ya fuera desde el realismo, el naturalismo o el costumbrismo.

'A orillas del Manzanares' (1877)


Colección Blanca Covaleda.

Como vimos en la entrega anterior, Sainz solía cambiar de estilo en márgenes muy cortos de tiempo. Aunque cabe achacar estas oscilaciones a los trastornos mentales que padecía, también es posible que el pintor buscara formatos que tuvieran una rápida salida comercial.

Éste puede ser el caso de A orillas del Manzanares, un cuadro de impecable factura preciosista, en el que se plasma una escena bucólica, a caballo entre el costumbrismo y la pintura galante francesa. Una niña da de comer a una cabra, mientras un muchacho toca la flauta apoyado en lo que parece ser un álamo.

'En la ribera del Manzanares' (1877)


Colección particular, Santander.

Una característica de Casimiro Sainz es que reiteraba sus paisajes, quizá con la pretensión de abarcar un mayor número de clientes. A veces los replicaba, modificando mínimamente los detalles, y otras los versionaba, adoptando nuevas perspectivas para captar ángulos diferentes.

Así sucede con En la ribera del Manzanares, donde vuelve a mostrarse el mismo lugar que hemos visto en el cuadro anterior, solo que desde otro enfoque. Incluso puede reconocerse el árbol que antes servía de apoyo al joven flautista, con su bifurcación en la parte final del tronco.

'Lavanderas' (1878)


Colección particular, Madrid.

Lavanderas es una de las creaciones más celebradas de Casimiro Sainz. La inconfundible cornisa madrileña enmarca la faena de un grupo de lavanderas, en una obra que abraza el naturalismo y que, técnicamente, parece recoger alguna de las claves pictóricas de Aureliano de Beruete (1845-1912).

La fuerte horizontalidad que imprimen el caserío urbano y el puente que cruza el río, tal vez el desaparecido Pontón de San Isidro, queda rota por la trabajadora que aparece de pie, formando eje con la cúpula de San Francisco el Grande.

'El río y la Sierra del Guadarrama' (1879-1880)


Colección particular, Madrid.

Aunque Sainz no identifica cuál es el río que se muestra en este lienzo, pensamos que puede tratarse del Manzanares, toda vez que las siluetas montañosas que ahí aparecen coinciden con las de su recorrido. Aún así, no descartamos que el artista se haya tomado alguna licencia con el caudal, claramente sobredimensionado, sobre todo considerando que, en aquellos momentos, no se habían construido las grandes presas que retienen su corriente.

Estamos ante una de las obras de mayor modernidad del pintor, donde la influencia de Aureliano de Beruete ya no es solo un apunte, como en el cuadro anterior, sino una rotunda realidad. El autor renuncia a un dibujo minucioso y hace uso de una pincelada suelta, bajo la cual las distintas masas cromáticas entran en contacto, como si fueran fluidos.

'Lavanderas en el Manzanares' (1879)


Colección particular, Madrid.

Terminamos como al principio, volviendo al costumbrismo que Sainz tantas veces cultivó, llevado por motivaciones de venta. Las lavanderas, uno de sus temas más recurrentes, vuelven a ser protagonistas de su obra, esta vez desde un planteamiento plenamente realista, en el que se restablece el rigor en el dibujo, en perjuicio del colorido.

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lunes, 14 de julio de 2014

El río Manzanares, según Casimiro Sainz (1)

Recuperamos la serie “El Manzanares según…”, en la que repasamos a aquellos artistas que han plasmado en su obra a nuestro pequeño río. En esta ocasión le toca el turno a Casimiro Sainz y Saiz (1853-1898), tal vez el pintor que más veces lo ha utilizado como motivo de inspiración, sin menoscabo de Aureliano de Beruete, al que dedicamos un artículo específico en su momento.

De origen cántabro, Sainz tuvo una vida muy corta, de apenas 45 años, marcada por una terrible enfermedad mental, que lastró toda su carrera. Se formó en Madrid, ciudad en la que también permaneció largas temporadas, incluidos sus dramáticos últimos años, que pasó encerrado en un manicomio.

Considerado como uno de los paisajistas más notables del siglo XIX, muestra un estilo oscilante, seguramente como consecuencia de sus trastornos psíquicos, con creaciones que, en intervalos muy cortos de tiempo, tocan corrientes tan diferentes como la pintura galante, el realismo o el naturalismo.

'Lavando' (1877)


Colección particular, Madrid.

Empezamos por Lavando, un cuadro de pequeño formato, como los que Sainz acostumbraba a hacer, probablemente con la pretensión de garantizarse una venta rápida y segura. En él podemos ver uno de los canales arrebatados al río para facilitar el oficio de las lavanderas, con la silueta de San Francisco el Grande como telón de fondo y uno de los numerosos pontones de madera que cruzaban el cauce.

El Manzanares es un elemento visual más dentro del paisaje, en ningún caso protagonista, en una obra de reminiscencias tardorrománticas, como así se desprende del tratamiento lumínico utilizado, con una luz que parece filtrarse y que crea una atmósfera sugerente, casi misteriosa.

La técnica preciosista y minuciosa pone de manifiesto la influencia del pintor realista Carlos de Haes (1829-1898), al que Casimiro Sainz conoció en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, durante su etapa de formación.

'Lavando en el Manzanares' (1877)


Museo Municipal de Bellas Artes, Santander.

A pesar de que este lienzo fue realizado el mismo año que el anterior, las diferencias de estilo son significativas. Bien es cierto que Sainz continúa prestando una gran atención al dibujo, pero también a los colores, que compacta y envuelve dentro de una luz invernal.

El empeño por transmitirnos la frialdad del ambiente encuentra traslación en las lavanderas de la orilla, que aparecen como seres desamparados y desprotegidos. Muy distinta es la lavandera del cuadro analizado en primer término, concebida como un mero recurso compositivo, gracias al cual se logra una correcta comprensión de la escala óptica.

'Orillas del Manzanares' (1879)


Museo Municipal de Bellas Artes, Santander.

Orillas del Manzanares es una variante del paisaje anterior, que el artista pinta con una clara intención de experimentar con la luz y los colores. Aunque se vale de la misma perspectiva y de los mismos personajes, utiliza una gama de tonalidades bien diferente, con la que nos traslada a una estación cálida o, tal vez, a un ocaso.

La técnica también cambia. El dibujo se hace menos preciso y las pinceladas más sueltas, en busca de la modernidad. Todo ello da como resultado una mayor uniformidad en el paisaje, con los distintos elementos compositivos puestos al servicio de las manchas cromáticas, incluidas las figuras de las lavanderas, que parecen integrarse con la ribera.

'Lavanderas' (1879)


Colección particular, Madrid.

Terminamos esta primera entrega con Lavanderas, una obra con la que Sainz abandona sus inquietudes paisajísticas para centrarse en el tema de las lavanderas, ahora desde una perspectiva social. Si éstas antes estaban supeditadas al paisaje, ahora se convierten en el único foco de atención.

Este enfoque avala su acercamiento al naturalismo, pero sin los tonos sombríos que caracterizan a esta corriente artística. Más bien, el pintor parece hacerse eco del estilo de Joaquín Sorolla (1863-1923), que tanto influyó en la pintura española del siglo XIX.

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lunes, 9 de junio de 2014

Tres pinturas, tres fotografías, tres fuentes

Emprendemos un viaje por el pasado de la mano de tres pinturas y otras tantas fotografías, que nos van a permitir conocer el aspecto de tres viejas fuentes, dos de ellas desaparecidas, ubicadas en los paseos de la Florida y de las Delicias.

Fuente de los Mascarones

Empezamos con La bollera de la fuente de la Puerta de San Vicente, un cuadro conservado en el Museo del Prado, que José del Castillo pintó hacia 1780. En él aparece la Fuente de los Mascarones, que el arquitecto italiano Francesco Sabatini había levantado cinco años antes.

La fuente se encontraba al comienzo del Paseo de la Florida, en la actual Glorieta de San Vicente, enfrente de la puerta del mismo nombre, cuyo autor fue igualmente Sabatini.

No duró apenas un siglo, ya que en 1871 se decretó su derribo para facilitar la construcción del Asilo de Lavanderas.

Constaba de un único cuerpo, en cuyos cuatro frentes había un mascarón, del que brotaba agua en dirección a una concha invertida, para después caer sobre un pilón lobulado.

La parte superior estaba presidida por la figura de un niño a lomos de un delfín, con un surtidor en la boca. Los grupos escultóricos fueron ejecutados por Francisco Gutiérrez.

De este espléndido conjunto existe una elocuente fotografía, realizada en el año 1868 por Alfonso Begué, a quien el consistorio madrileño encomendó plasmar todas las fuentes vecinales y de ornato que había entonces en la villa.


















Fuente de las Delicias

La segunda pintura que analizamos es la titulada Fuente pública en Madrid, una obra de 1875 de Casimiro Sainz y Saiz, que se guarda en el Museo de Historia. En ella puede verse la fuente barroca del Paseo de las Delicias, una vía que, en aquellos momentos, discurría por un entorno silvestre, sin apenas edificaciones.

El pintor cántabro, al que dedicaremos un reportaje próximamente, por sus numerosas conexiones con la capital, se valió de su técnica preciosista, característica de su primera etapa, para reflejar una escena costumbrista de aguadores y muleros.

















Poco sabemos sobre el origen de esta fuente, más allá de la suposición de que pudo haber sido realizada en las últimas décadas del siglo XVIII, a tenor de su trazado. La presencia de conchas invertidas revela una cierta influencia de la Fuente de los Mascarones, de la que pudo ser coetánea.

En la segunda década del siglo XX fue trasladada a la Plaza de Nicolás Salmerón (actual Plaza de Cascorro), tras la eliminación del llamado Tapón del Rastro. Con este nombre era conocida una manzana de siete casas que entorpecía el paso, cuyo derribo en 1913 dio lugar a la plaza que hoy día sirve de entrada al popular mercado.

La fuente fue colocada en la embocadura de la Calle de los Estudios, según puede apreciarse en una sugerente fotografía de L. Huidobro, fechada posiblemente en 1927, que reproducimos a continuación. Hoy día preside el parterre principal del Parque de María Eva Duarte de Perón, cercano a la Plaza de Manuel Becerra, a donde fue llevada a mediados del siglo XX.


















Fuente de los Once Caños

Regresamos al Paseo de la Florida, donde se hallaba la decimonónica Fuente de los Once Caños, llamada así porque tenía ese número de surtidores, aunque los cronistas de la época se lamentaban de que solamente funcionasen cinco. Fue proyectada en 1829.

Casimiro Sainz y Saiz plasmó su silueta trasera en el óleo En la fuente de San Antonio de la Florida, perteneciente a una colección particular. Lo pintó en 1877, apenas dos años después de finalizar el cuadro que hemos visto más arriba.

A pesar del poco tiempo transcurrido entre ambas obras, su estilo ha cambiado radicalmente: la preocupación por el detalle deja paso a una atmósfera misteriosa, casi romántica, creada a partir de contadas gamas cromáticas, que parecen filtrar la luz.

La Fuente de los Once Caños estaba delante de la Ermita de San Antonio de la Florida, en las inmediaciones del desaparecido Puente Verde. Como se observa en la fotografía inferior, tomada por Alfonso Begué en 1864, estaba formada por un cuerpo central, en el que se abría una hornacina con una cabeza de león en su interior, y dos tramos laterales, cada uno de ellos con cinco caños.

lunes, 3 de febrero de 2014

Seis pinturas madrileñas de Luis Paret

Luis Paret y Alcázar (Madrid, 1746-1799) está considerado como el mejor pintor rococó de nuestro país. Hizo suyo este estilo en un momento en el que el neoclasicismo estaba más que consolidado, corriente a la que se apuntó al final de su trayectoria, aunque sin grandes aportaciones.

Ensombrecido por Francisco de Goya, del que fue coetáneo, podría afirmarse que fue la antítesis del genio aragonés, por su interés en mostrar un mundo amable y agradable a la vista, ajeno a la verdadera realidad social de la época.

Su producción fue muy variada, desde paisajes a cuadros de flores y temas religiosos, pasando por escenas costumbristas, ambientes cortesanos, retratos o vistas urbanas, que, siguiendo los principios del rococó, abordó de manera refinada y exquisita.

Artista de gran calidad técnica, su estilo se caracteriza por una factura empastada y preciosista, un colorido vibrante, en el que dominan los tonos pastel y los toques claros, y un sentido compositivo elegante y, al mismo tiempo, audaz.

La mayor parte de su carrera pictórica se desarrolló en Madrid, su ciudad natal, aunque en dos etapas bien diferenciadas, que analizamos a continuación.

En la primera, que duró hasta 1775, contó con el apoyo del Infante Don Luis, hermano de Carlos III, de quien recibía un sueldo con carácter periódico. De este momento hemos seleccionado tres cuadros, además de una obra de juventud.

En el citado año la relación de mecenazgo llegó a su fin, tras descubrirse que el pintor era cómplice del Infante en lances amorosos. Desterrado por Carlos III, Luis Paret emigró a Puerto Rico, país en el que permaneció hasta 1778.

De vuelta a España, se estableció en Bilbao, tras prohibírsele cualquier contacto con la Corte, por indicaciones expresas del rey. En 1789 pudo por fin regresar a Madrid, donde vivió hasta el final de sus días. Esta segunda etapa madrileña la hemos ilustrado con dos pinturas.


Museo de Historia (depósito de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando). Madrid.

Comenzamos con Proclamación de Carlos III en la Plaza Mayor de Madrid (1760), una pintura que Paret hizo con solo catorce años y que se encuentra muy lejos del estilo que posteriormente cultivaría, si bien revela el interés que prestó durante toda su vida a los hechos históricos y a los eventos sociales.


Museo del Prado. Madrid.

Siguiendo un orden cronológico, echamos una mirada al lienzo Baile en máscaras, que el pintor realizó hacia 1767, no por encargo, sino por iniciativa propia. Paret opta por un punto de vista bajo para la composición, con el que sacrifica el detalle de los personajes para poner el énfasis en el dinamismo de la fiesta. Es probable que el local que aparece en el cuadro sea el antiguo Teatro del Príncipe. 


Museo Nacional de Bellas Artes. La Habana.

En La Puerta del Sol en Madrid (1773) el artista transforma un momento cotidiano de la vida urbana en una escenografía teatral. La perspectiva elegida, de abajo a arriba, le permite crear un fondo monumental, tal vez sobredimensionado, en el que aparecen la Iglesia del Buen Suceso, el Convento de Nuestra Señora de la Victoria y la Fuente de la Mariblanca.


Museo del Prado. Madrid.

El cuadro Carlos III comiendo ante su Corte (1775) es una de las creaciones más celebradas de Paret. La obra está ambientada en el Palacio Real de Madrid y en ella puede distinguirse al monarca sentado ante la mesa, rodeado de embajadores, ministros e, incluso, perros de caza, además de sirvientes. El pintor da cumplida cuenta del ceremonial del almuerzo, aunque, en lo que respecta a la decoración de la estancia, realiza una interpretación libre.

Museo del Prado. Madrid.

Vamos ahora con la segunda etapa madrileña, que, como hemos señalado, dio comienzo en 1789. A su regreso a Madrid, el pintor intentó abrirse camino con géneros que, como el vedutismo, tenían un gran éxito de ventas. Las 'vedute' eran vistas urbanas, de las que se hacían varias versiones, para lograr una comercialización óptima, a modo de las modernas tarjetas postales.

De El Jardín Botánico desde el Paseo del Prado (h. 1790) existen al menos seis réplicas, con muy escasas variaciones. En esta obra Paret se aleja de las complicadas perspectivas del rococó y asume el neoclasicismo, como se desprende de la severa composición horizontal adoptada, que queda remarcada por el trazado clasicista de la Puerta Real, el primer acceso que tuvo el Botánico.


Museo del Prado. Madrid.

En cualquier caso, Paret nunca abandonó del todo el estilo rococó, como puede apreciarse en esta Jura de Fernando VII como Príncipe de Asturias, concluida en 1791, dos años después de la celebración del acto en la Iglesia de San Jerónimo el Real.

En esta pintura Paret recupera las grandes perspectivas de su primera etapa y se convierte en testigo de su propia época. No solo refleja un acontecimiento histórico, sino que también nos lega uno de los escasos documentos gráficos que existen del interior de los Jerónimos.

Gracias a este lienzo excepcional, podemos visualizar el retablo renacentista que Felipe II donó al monasterio, que fue destruido durante la invasión napoleónica, a principios del siglo XIX.

lunes, 25 de noviembre de 2013

Una pintura anónima del Prado de San Jerónimo

Hace unos pocos meses el blog Arte en Madrid nos deleitó con un precioso recorrido por el Prado de San Jerónimo, a través de un cuadro del siglo XVII, donde quedaba representado este recinto, germen del actual Paseo del Prado.

Con permiso de nuestra admirada Mercedes, autora del citado blog, tomamos prestada su idea y emprendemos un viaje en el tiempo a esta misma zona, por medio de otra pintura histórica, que nos ofrece nuevas perspectivas.



El Prado de San Jerónimo es una obra anónima, pintada durante el reinado de Carlos II (r. 1665-1700), en la que se muestra a vista de pájaro el extremo oriental de Madrid. 

El Museo de Historia conserva una copia del siglo XX -que es la que aquí reproducimos-, realizada con motivo de la exposición El antiguo Madrid, del año 1926. Pese a tratarse de una réplica, constituye un valiosísimo documento para conocer el aspecto que tenía esta parte de la ciudad en la segunda mitad del siglo XVII.

Prado de San Jerónimo



El Prado de San Jerónimo (Paseo del Prado) se sitúa en el primer término del lienzo, flanqueado por diferentes palacios nobiliarios, que siguen el patrón de la arquitectura de los Austrias.

Se encuentra atravesado por el Arroyo del Bajo Abroñigal, sobre el que se elevan dos puentecillos, que imaginamos fueron edificados hacia 1624, cuando se procedió al encauzamiento de la corriente. Una comitiva de carrozas, donde posiblemente viaje el rey, se abre paso por un camino plagado de árboles y fuentecillas.

Había un total de trece fuentes, que eran conocidas genéricamente como las Fuentes del Prado, aunque algunas poseía su propio nombre, como la Fuente del Peñasco, que destaca en el cuadro por su mayor tamaño. Fueron hechas en 1615 por el cantero Juan de Solano Palacios, a partir de un proyecto del alarife Juan Díaz.

El Prado de San Jerónimo se prolonga hacia el norte en el Prado de los Agustinos Recoletos (Paseo de Recoletos), llamado así por el convento que esta orden religiosa fundó a principios del siglo XVII y que fue derribado tras ser desamortizado en 1837. Su grandiosa fachada rematada en frontón y su acceso conformado por cinco arcos de medio punto son visibles en la pintura.

Calle de Alcalá

En el tercio izquierdo del cuadro se extiende la Calle de Alcalá, que aparece con una calzada mucho más estrecha que la que ha llegado a nuestros días. Tres son los edificios que nos llaman la atención.



El más próximo al espectador, fácilmente reconocible por la torre que preside una de sus esquinas, es el Palacio de Alcañices, que mandó construir Luis Méndez de Haro (1598-1661), Marqués del Carpio y sobrino del Conde-duque de Olivares. Sobre su parcela se levantó en 1884 el Banco de España.

El segundo edificio es el Real Pósito de la Villa, un organismo dedicado al almacenaje, regulación y distribución del trigo, que, hacia 1667, estrenó el soberbio complejo que vemos en el óleo. Ocupaba una amplio solar que iba desde el Paseo de los Agustinos Recoletos hasta más allá de la primitiva Puerta de Alcalá.



Y el tercer edificio que destacamos es precisamente la Puerta de Alcalá, pero no la que todos conocemos, que es una obra muy posterior, sino la que diseñó Teodoro Ardemans con tres vanos a finales del siglo XVII. Como se comprueba en la imagen, se encontraba encajada entre el Real Pósito y la cerca del Buen Retiro.

Palacio y jardines del Buen Retiro

Casi tres cuartas partes de la pintura corresponden al Palacio y Jardines del Buen Retiro, que Felipe IV (r. 1621-1665) se hizo construir entre 1630 y 1640, como segunda residencia y lugar de recreo.

Según puede observarse en el cuadro, el palacio queda articulado alrededor de dos espacios principales: la Plaza Cuadrada, con torres en las esquinas, y la Plaza Grande, de menor valor arquitectónico. En un plano más próximo se sitúan la Plaza de los Oficios y el Monasterio de San Jerónimo el Real, que sobresale en altura.



Mención especial merecen las ermitas que existieron en este conjunto palaciego, curiosa fusión de lo religioso y lo profano, que, en muchos casos, fueron concebidas como auténticos casinos de recreo. Se levantaron un total de seis, aunque en el lienzo solo hemos podido localizar dos, al menos de forma precisa.

La más lejana a la vista es la de San Pablo, que asoma entre los árboles, delante de una de las fachadas del palacio, no muy lejos del Jardín Ochavado, reconocible por sus ocho calles convergentes.

La de San Juan, por su parte, puede distinguirse en el centro del lienzo, compartiendo el mismo eje de la Puerta de Alcalá. En esta ermita se celebraba la Noche de San Juan, una de las fiestas más esperadas del Buen Retiro, como así dejó constancia Francisco de Quevedo: "Junio con noche y mañana de San Juan, bien nos la pega, si se cena allá en el Prado, en el río si se almuerza".



Miradores del Prado

Los Miradores del Prado se ubicaban en la confluencia del Prado de San Jerónimo y la Calle de Alcalá, en la margen izquierda del Arroyo del Bajo Abroñigal, dentro del Buen Retiro. A sus espaldas se extendía la Huerta del Rey, donde siglos más tarde sería levantado el imponente Palacio de las Comunicaciones, hoy llamado Palacio de Cibeles.

A pesar de su cuidada arquitectura, en plena consonancia con el estilo de los Austrias, no estamos ante ningún palacio, sino ante unas galerías, que, a modo de observatorio, permitían al rey ver cuanto ocurría en la calle. Fueron hechos por Juan de Aguilar, al que también se debe la Emita de San Pablo, anteriormente descrita.



Para la investigadora Concepción Lopezosa, los miradores eran "la verdadera fachada del Real Sitio de cara a la ciudad", la construcción que realmente referenciaba a la monarquía, ante la ausencia de una fachada en el Palacio del Buen Retiro que facilitase el contacto directo con los súbditos.

Juego de Pelota y Torrecilla de Música

El edificio situado en la parte central del cuadro, donde la arboleda del Prado de San Jerónimo se hace más frondosa, estaba dedicado al juego de pelota, un pasatiempo que se hizo muy popular entre los aristócratas del barroco.

Fue levantado en el primer tercio del siglo XVII. Era de planta rectangular y disponía en su interior de una pista descubierta, habilitada para la práctica de este juego, similar al frontón.



Terminamos con la Torrecilla de Música, una sencilla edificación del año 1613, desde la que se tocaba música con la intención de hacer más agradable el paseo a los viandantes del Prado. También funcionaba como quiosco de bebidas.

La torre aparece rodeada de árboles, en el tercio derecho del cuadro. A su lado se vislumbra una diminuta estructura que identificamos con la Fuente del Caño Dorado, que, pese a lo sugerente de su nombre, era arquitectónicamente muy modesta.