Recreación de Carmen García Reig, en el Museo Imaginado.
Se trata de una de las obras más singulares del Renacimiento español, no sólo por su valor artístico, sino, principalmente, por lo que supuso de innovación, al sentar las bases del llamado estilo de los Austrias, antes incluso de que se proyectase el Monasterio de El Escorial.
La torre fue un encargo de Felipe II (1527-1598) que Juan Bautista de Toledo (1515-1567) materializó en 1560. El arquitecto recogía así el testigo de Gaspar de Vega, Luis de Vega y Alonso de Covarrubias, sus antecesores en el largo proceso de reforma que pretendía transformar el viejo alcázar medieval en un palacio renacentista.
El alcázar con la torre a la izquierda. A. Van den Wyngaerde (1567).
Juan Bautista de Toledo supo plasmar los gustos personales del monarca, con un claro apego por la arquitectura flamenca, algo que resulta muy visible en la cubierta de pizarra, coronada con un chapitel.
Pero también introdujo modelos italianos, que el maestro conoció en primera persona durante sus años de formación en Roma y Florencia. Sin olvidar sus propias aportaciones, como el cromatismo surgido al combinar diferentes materiales de fábrica.
Al rojo del ladrillo empleado en los muros se le unía el negro de los tejados, además de los tonos dorados de los balcones, veletas y bolas decorativas. Ni que decir tiene que la torre tomó su nombre de este último color, que era especialmente abundante.
El alcázar, toscamente dibujado por el viajero alemán Hieremias Gunlach (1598-99). La torre presenta un aire arabizante.
Uno de los rasgos más llamativos era el elevado número de balcones, en lo que constituye una demostración de hasta qué punto la torre era un proyecto personal de Felipe II. Amante como era de la naturaleza, las balconadas le permitían divisar unas espléndidas vistas del río Manzanares y de la Casa de Campo, con la Sierra de Guadarrama como telón de fondo.
No en vano el soberano se estableció en el ala oeste del Real Alcázar, situada sobre el Campo del Moro, donde quedaban las mejores panorámicas, mientras que las dependencias de la reina se extendían por el lado este.
Justo en esta parte, en el vértice suroriental, fue levantada durante los reinados de Felipe III y Felipe IV la Torre de la Reina, hecha a imagen y semejanza de la Torre Dorada. Fue diseñada en 1610 por Juan Gómez de Mora (1586-1648), dentro de su proyecto de remodelación de la fachada principal del palacio, que buscaba la unificación de estilos y la simetría de trazas.
Maqueta de Gómez de Mora de su proyecto (1625).
Desde su construcción, la Torre Dorada se convirtió en el principal hito arquitectónico del alcázar. Símbolo del poder, su fisonomía y materiales fueron replicados en distintas edificaciones de la capital, desde la Plaza Mayor hasta la Cárcel de Corte, en un intento de sugerir la presencia de la monarquía, más allá de palacio.
Interior
Si, en lo que respecta al exterior de la torre, Felipe II hizo valer sus gustos flamencos, para el interior apostó claramente por el arte italiano. Distintas dependencias fueron pintadas al fresco, como era usual en Italia, en primer término por Gaspar Becerra (1520-1568), un buen conocedor de la pintura romana, y más tarde por Giovanni Battista Castello "Il Bergamasco" (1500-1569), que llegó a España en 1567.
Este último pintor recibió la ayuda de su hijo Fabrizio Castello y su hijastro Niccoló Granello, así como de los hermanos Francesco y Giovanni Maria da Urbino. Les acompañaron el dorador Francesco da Viana y el estuquista Pietro Milanese, todos ellos de origen italiano, al igual que el maestro.
Aunque también trabajaron artistas españoles, caso del trazador vallisoletano Francisco de Salamanca (1514-1573), quien se responsabilizó de las obras de carpintería.
'Los volatineros delante del alcázar'. Jean L'Hermite (1596). La Torre Dorada queda al fondo.
Además de su valor artístico, la Torre Dorada tuvo una enorme relevancia histórica. Fue el lugar donde Felipe II situó el despacho real -que utilizarían posteriormente sus sucesores-, razón por la cual la torre también fue conocida como Torre del Despacho, además de como Torre Alta.
En el primer tercio del siglo XVII, Felipe IV (1605-1665) ordenó instalar, en la planta inmediatamente superior al despacho, la Biblioteca Real, que el monarca concibió para su uso personal y que puede considerarse como el antecedente más remoto de la Biblioteca Nacional.
Según describió Vicente Carducho en sus Diálogos de la Pintura (h. 1634), los libros estaban "encuadernados curiosa y uniformemente en estantes dorados, en correspondencia a la hermosura de la pieza (estancia)". En un inventario de 1637, se contabilizaron 2.234 obras, clasificadas en cincuenta apartados.
Detalle de un dibujo de Pier Maria Baldi (1668). La Torre de la Reina aún no tenía chapitel.
Acorde con su importancia como centro de decisiones, la Torre Dorada albergó valiosísimas piezas de arte, además de una extensa documentación, desde archivos oficiales hasta una rica cartografía (como los dieciséis mapas de Pedro Teixeira que colgaban de las paredes).
En el terreno de la pintura, la torre dio cabida a la famosa colección de desnudos de los Austrias, además de obras religiosas, como diferentes cuadros de Durero, Luca Giordano y Jusepe Leonardo, que decoraban el oratorio.
A todo ello hay que añadir el llamado Cubillo de las Trazas, una sala donde se custodiaban varios dibujos, encargados por Felipe II, con las plantas y alzados de los Reales Sitios.
La torre también destacó en materia científica. Aquí tuvo su taller el célebre Juliano Turriano (1500-1585), un ingeniero, matemático y relojero que gozó de la máxima confianza de Felipe II.
Lamentablemente, todo ello desapareció, pasto de las llamas, en la Nochebuena del año 1734.
Durante el reinado de Carlos II (1661-1700), la Torre de la Reina fue rematada con su chapitel.
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