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lunes, 9 de marzo de 2015

La Biblioteca del Senado

Entre los numerosos tesoros que se esconden en Madrid, merece una mención especial la Biblioteca del Senado, una obra maestra del interiorismo decimonónico.


'Salón de lectura', óleo de Asterio Mañanós (1917).

Fue diseñada en el año 1882 por Emilio Rodríguez Ayuso, uno de los muchos arquitectos que, a lo largo de todo el siglo XIX, intervinieron en la remodelación del antiguo convento y colegio que hoy acoge a la Cámara Alta.

Rodríguez Ayuso quiso borrar todo rastro que recordara el carácter religioso del primitivo edificio y ubicó la biblioteca en uno de los dos claustros del monasterio, concretamente el situado en el ala oeste (en el otro se habilitó la Sala de Conferencias). Procedió a su cerramiento, aunque dejando abierto un amplio lucernario para facilitar la entrada de la luz natural.
























El proyecto fue materializado en hierro dulce por Bernardo Asins, tal vez el mejor herrero de su tiempo y un personaje clave para entender la arquitectura y las artes decorativas de la segunda mitad del siglo XIX, al que, sin embargo, no se le ha reconocido lo suficiente.

Puede sorprender la elección de este material, pero, en aquel momento, se entendía que era el mejor medio en la lucha contra el fuego. En la memoria de todos estaba el pavoroso incendio que, en 1851, se llevó por delante casi dos tercios de los fondos de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos, en Washington.













De planta rectangular, la Biblioteca del Senado presenta un trazado de corte historicista, un neogótico de origen inglés, claramente inspirado en la fachada que Augustus Pugin y Charles Barry idearon para el Palacio de Westminster, de Londres.

Llama la atención que Rodríguez Ayuso optase por un estilo foráneo, con marcadas vinculaciones británicas, en un momento en el que muchos arquitectos estaban buscando un historicismo de raíces hispanas, que definiese la esencia de nuestro país. 

Aún más chocante resulta si se considera que él mismo había sentado las bases del neomudéjar, uno de los estilos de identificación nacional que triunfaron en la época, con la edificación en 1874 de la desaparecida plaza de toros de Goya.

















La Biblioteca del Senado fue una de las primeras incursiones del historicismo en la arquitectura del hierro madrileña, aunque debe tenerse en cuenta que Rodríguez Ayuso no había sido ajeno a esta experiencia, como prueban las columnillas de fundición, de inconfundible perfil nazarí, que realizó para las arquerías de la citada plaza de toros.

Por todo ello, diferentes investigadores, caso de Pedro Navascués, sostienen que estamos ante un trabajo muy poco representativo dentro de la producción de Rodríguez Ayuso, casi siempre ligada al neomudéjar. No puede afirmarse lo mismo en relación a Bernardo Asins, que precisamente convirtió las bibliotecas de forja en una de sus señas de identidad.

De su prestigioso taller también salió la Biblioteca del Casino de Madrid, que replica el modelo neogótico utilizado en el Senado, así como la del Palacio de Buenavista, la del Instituto Geográfico Nacional y, en otro orden, el gran depósito de libros, de nada menos que siete plantas, de la Biblioteca Nacional, perdido en su mayor parte.



La Biblioteca del Senado consta de dos pisos que se comunican entre sí por medio de dos escaleras de caracol, disimuladas en dos ángulos de la estancia.

El primero se asienta sobre un cuerpo inferior con cajonería, mientras que una galería volada recorre el segundo. Todo ello adornado con elementos característicos del gótico, como ventanas ojivales con tracerías y parteluces, pináculos y cresterías.





















A pesar de estar hecha enteramente en hierro, la sensación que se transmite es que es de madera. Este efecto se consiguió gracias al trabajo del dorador Francisco Watteler, que actuó tanto sobre las estanterías como sobre las entrepuertas. Por su parte, el pintor Vicente del Río se encargó de la decoración del techo.

En cuanto al mobiliario, destaca el facistol de hierro dispuesto en el centro. Se trata de una vitrina neogótica en la que se exhiben la edición príncipe de la Constitución de Cádiz de 1812 y una edición de 1550 de la Gramática castellana de Antonio de Nebrija.

Son solo una muestra de la soberbia colección de libros históricos que posee el Senado, con ejemplares impresos entre los siglos XV y XIX. No en vano estamos ante una de las mejores bibliotecas de España.





















El facistol debió instalarse con posterioridad al 15 de diciembre de 1883, cuando el recinto fue inaugurado oficialmente. Así se desprende de la observación de las primeras fotografías que se hicieron de la biblioteca, en las que esta pieza no figura.

Tampoco estaban las sillas actuales, sino unas más aparatosas, con respaldos de pináculos, según podemos ver en la imagen inferior, perteneciente a la Fototeca del Patrimonio Histórico.

J. Laurent (anterior a 1886). Fototeca del Patrimonio Histórico.

Otros elementos reseñables son la lámpara de araña, procedente del Palacio del Marqués de Salamanca, la alfombra de la Real Fábrica de Tapices y el busto de mármol que preside uno de los extremos, una obra de 1907 realizada por Rafael Algueró y su hijo Pedro Algueró.

En él se representa a Manuel García Barzanallana, primer presidente del Senado tras la restauración monárquica que llevó a Alfonso XII al trono y principal impulsor de la biblioteca.



Fotografías

Las fotografías a color incluidas en el presente reportaje han sido capturadas, en su totalidad, de la página web oficial del Senado de España.

lunes, 23 de febrero de 2015

Los grabados madrileños de David Roberts

David Roberts (1796-1864) fue un pintor romántico de origen escocés que recorrió España entre 1832 y 1833. Reflejó nuestro país en decenas de paisajes que se popularizaron en toda Europa, gracias a que fueron reproducidos a gran escala por medio de grabados y publicados en varios libros de ilustraciones.


'Puerta del Hospicio'.

Entre los lugares retratados no podía faltar Madrid. Aquí permaneció algo más de tres semanas, del 16 de diciembre de 1832 al 9 de enero de 1833, que le sirvieron para entrar en contacto con los maestros españoles del Prado y para realizar varias vistas, que figuran entre las más notables que se hayan hecho de la capital en la primera mitad del siglo XIX.


'Calle de Alcalá'.

Madrid no debió impresionarle especialmente, como así se desprende de la carta que le remitió a su hermana, en la que afirmaba que la ciudad no poseía “más que iglesias y conventos”. Tal vez esperaba un mayor grado de exotismo (tal era el concepto que se tenía de España durante el romanticismo), algo que sí encontró en su periplo por Andalucía.

Los viajeros de la época tenían opiniones enfrentadas acerca de la capital. Unos consideraban que era demasiado moderna para ser representativa de ese ideal novelesco que se le atribuía a España, mientras que otros condensaban en ella el casticismo hispano. No cabe duda de que David Roberts estaba más próximo a los primeros.

'Puerta de Alcalá'.

Tampoco le entusiasmó el ambiente pictórico madrileño, al menos en lo que respecta al paisajismo. “Es una calumnia darle ese nombre”, llegó a escribir en una carta enviada desde Córdoba. A la inversa, sí que contribuyó a que esta corriente penetrara en España, habida cuenta la influencia que ejerció sobre Genaro Pérez Villaamil, el principal paisajista romántico de nuestro país, al que conoció en 1833.


'Palacio Real'.

Al margen de su innegable valor artístico, la obra de David Roberts reúne un interés documental muy elevado, al mostrarnos lugares y edificios que después han sufrido grandes transformaciones o sencillamente se han perdido.

Es el caso del dibujo que hemos incluido más arriba, en el que podemos ver las rampas que tuvo el Palacio Real en su flanco occidental, y de esta vista de la Calle Ancha de San Bernardo, donde se distingue, más allá de la Iglesia de Montserrat, el desaparecido Noviciado de la Compañía de Jesús.


'Calle de San Bernardo'.

Gracias a uno de sus dibujos, conocemos el aspecto del retablo que hizo Ventura Rodríguez para la Colegiata de San Isidro, que, recordemos, fue destruido durante la Guerra Civil (1936-39) y posteriormente restaurado siguiendo el diseño primitivo.

'Altar mayor de la Iglesia de San Isidro'.

Aunque, por norma general, Roberts intentaba reflejar la realidad de una manera fidedigna, en algunas obras se permitía alguna que otra licencia creativa, con cierta tendencia a crear fondos escenográficos, que parecen revelar sus comienzos profesionales en el teatro.

Así se comprueba en el grabado Entrada a Madrid por la Puerta de Fuencarral, donde se reconocen, a ambos lados del portillo, las Salesas Nuevas y la ya citada Iglesia de Montserrat. Al fondo se eleva el Palacio Real, claramente sobredimensionado para esa perspectiva, y en primer término, a la derecha, aparecen las Comendadoras, fuera de su verdadero emplazamiento (tendrían que estar en un plano inferior).


'Entrada a Madrid por la Puerta de Fuencarral'.

Durante su estancia en España, realizó preferentemente dibujos en acuarela, de los cuales se conservan muy pocos originales, ya que muchos de ellos fueron reelaborados para servir de base a los grabados. Apenas trabajó con óleo, debido a las dificultades de transporte.

'El Puente de Toledo sobre el Manzanares'.

De su serie madrileña hay constancia de al menos cinco acuarelas originales. Tres son propiedad de la Colección Abelló (Calle de San Bernardo, Altar Mayor de la Iglesia de San Isidro y Fuente de Cibeles) y las otras dos se encuentran fuera de España. Se trata de El Puente de Toledo sobre el Manzanares, perteneciente a The Royal Collection (Reino Unido), y de Fuente en el Prado, que se custodia en el Denver Art Museum (Estados Unidos).

lunes, 9 de febrero de 2015

Tres obras tempranas de la arquitectura del hierro madrileña

Volvemos nuestra mirada al siglo XIX para encontrarnos con tres construcciones de hierro poco conocidas. Su denominador común es haber sido pioneras de un tipo de arquitectura que no eclosionó en Madrid hasta la segunda mitad del siglo, con varias décadas de retraso en relación a Europa e, incluso, a otros puntos de España.

Puente de hierro de El Capricho

La primera de ellas es la pasarela del Parque de El Capricho, la única obra que ha llegado a nuestros días entre las analizadas en el presente artículo. Levantada en los años treinta del siglo XIX, fue una de las muchas iniciativas tomadas por Pedro de Alcántara en esta quinta, que heredó en 1834 de su abuela, la duquesa María Josefa Alonso-Pimentel.

Hacia 1840 (Charles Clifford, Biblioteca Nacional de España).

Para algunos investigadores estaríamos ante el puente de hierro más antiguo de España, al menos entre los que se conservan, ya que con anterioridad se habían realizado varios puentes colgantes de cadenas, todos ellos perdidos, por no hablar del proyecto que Juan Bautista Belaunzarán redactó en 1815 para La Naja, en Bilbao, nunca materializado.

Puede resultar chocante que Pedro de Alcántara apostase por el hierro para un entorno paisajista, pero no debemos olvidar que era un hombre de gran cultura, que siempre estuvo abierto a los avances científicos y tecnológicos.

Además, a juicio de Pedro Navascués, se trataba de un material que, a pesar de su apariencia de rudeza, “se integraba bien en un programa entre ilustrado y romántico, junto a los tradicionales templetes, casas rústicas o embarcaderos que amenizaban el jardín”.
















De autor y origen desconocidos, el puente presenta una estructura muy sencilla. Se alza sobre la ría navegable de El Capricho, muy cerca del lago donde ésta desemboca. Está formado por un arco de hierro sobre el que se apoyan dos rampas de madera escalonadas, que convergen en un rellano horizontal. Tiene instalada una barandilla, sin apenas adornos.

Puente de hierro del Casino de la Reina

Nos centramos ahora en el Casino de la Reina, una posesión real desaparecida, situada en la zona de Embajadores, que también tuvo su propio puente de hierro. Como el de la Alameda de Osuna, fue edificado sobre una ría artificial, pero, a diferencia de aquel, su aspecto no era tan industrial, sino que respondía a un tratamiento muy elaborado.

El Casino de la Reina, en una copia de Jesús Evaristo Casariego de un grabado de la época (Museo de Historia).

El puente fue diseñado en 1843, durante el reinado de Isabel II (r. 1883-1868), para sustituir una pasarela anterior de madera. Su artífice fue el arquitecto de palacio Narciso Pascual y Colomer (1808-1870), quien concibió una estructura curvada, de pequeñas dimensiones, que en cierto sentido recordaba a los puentes venecianos.

El citado autor, al que los madrileños debemos obras como el Congreso de los Diputados, la Plaza de la Armería o la reforma de San Jerónimo el Real, introdujo un elevado número de ornamentos. De hecho ensayó con dos modelos decorativos, a cual más complejo, según puede comprobarse en el alzado que incluimos más abajo.

La ejecución corrió a cargo de Vicente Mallol, el último maestro cerrajero con el que contó la Casa Real. No solo solo se responsabilizó del armazón, sino también del emparrillado, de la barandilla y de los elementos de unión con la sillería, además de otras piezas menores.

Alzado del puente (Narciso Pascual y Colomer, 1843).

Ignoramos cuándo se decidió su desmontaje, pero imaginamos que fue a partir de 1867, cuando Isabel II donó la propiedad al Estado y comenzó un largo proceso de desafortunadas intervenciones que terminaron por desfigurar este Real Sitio, hasta dejarlo prácticamente reducido a la nada.

Invernadero del Palacio del Marqués de Salamanca

El Palacio del Marqués de Salamanca, actual sede de la Fundación BBVA, fue edificado en varias fases entre los años 1845 y 1858, en pleno Paseo de Recoletos.

Entre sus muchos atractivos figuraba la Estufa Fría, un enorme invernadero de hierro y cristal que el aristócrata encargó en Londres a la empresa Konnan y que, una vez concluido, fue transportado a Madrid, sin que sepa el momento de su montaje. Costó alrededor de setecientos mil reales, una cantidad muy elevada para la época.

Según María Jesús Martín Sánchez (1998), el marqués tuvo conocimiento de este tipo de pabellones gracias a un viaje a París, donde descubrió los invernaderos tropicales del Barón Rothschild.

Entre 1921 y 1933 (Memoria de Madrid).

Aunque la tradición de las estufas venía de muy antiguo, estamos ante una obra pionera en la capital por sus características técnicas y dimensiones, que marcó la estela a seguir a muchas otras residencias nobiliarias madrileñas. 

Su envergadura no pasaba por alto, como dio cuenta el mismísimo Benito Pérez Galdós al referirse a ella en uno de sus libros: "figúresela usted más grande que esta casa y la de al lado juntas" (Misericordia, 1897).

Era una estructura exenta, situada en la parte posterior del jardín, cerca de la fachada meridional del palacio. Su planta era rectangular y se cubría con una grandiosa bóveda de cañón, soportada por una galería de arcos de medio punto.

En su interior se cultivaban especies exóticas, adaptadas al medio gracias a varios termosifones, que garantizaban una humedad constante, y a un sistema de alumbrado a base de gas. Disponía de cuatro fuentes de ornato en su interior.

Entre 1921 y 1933 (Memoria de Madrid).

En 1876 el Marqués de Salamanca pasó por una delicada situación económica y se vio obligado a deshacerse de su palacio. La Estufa Fría fue adquirida por el ayuntamiento, que optó por instalarla en el Buen Retiro, en el lugar que hoy ocupa la Rosaleda y que, en aquel entonces, era el lecho de un lago utilizado para el patinaje sobre hielo.

Desconocemos cuándo fue llevada a su nueva ubicación, pero si nos atenemos a la fecha de publicación de Misericordia, la novela a la que acabamos de aludir, a finales de siglo todavía debía permanecer en el palacio.

Se sabe que en 1913 ya se encontraba en el Retiro y que albergó una exposición de crisantemos. Un año después el jardinero Cecilio Rodríguez levantaría a su alrededor la Rosaleda.

Con la Guerra Civil (1936-1939), el invernadero sufrió daños de consideración, que motivaron su desmantelamiento. Aún puede verse el basamento sobre el que estuvo apoyado, circundando el estanque de nenúfares de la Rosaleda, junto con las fuentes del Fauno y del Amorcillo, que igualmente fueron traídas desde de la residencia del marqués.

Año 1910 (Memoria de Madrid).

Nota aclaratoria

Todas las fotografías incluidas del desaparecido invernadero del Palacio del Marqués de Salamanca se corresponden con su emplazamiento en la Rosaleda del Parque del Buen Retiro.

Bibliografía

Arquitectura e ingeniería del hierro en España (1814-1936), de Pedro Navascués Palacio, Fundación Iberdrola, Madrid, 2007.

Hierro y arquitectura en el Madrid del siglo XIX, de María Rosa Cervera Sardá, en Arquitectura y espacio urbano de Madrid en el siglo XIX, Museo de Historia, Ayuntamiento de Madrid, 2008.

Paisaje de fondo o paisaje pleno: los paisajes y jardines del Madrid galdosiano, de María Jesús Martín Sánchez, Revista Espacio, Tiempo y Forma (series I-VII), Facultad de Geografía e Historia, UNED, Madrid, 1998.

El palacio del marqués de Salamanca, varios autores. Fundación Argentaria, Madrid, 1994.

lunes, 2 de febrero de 2015

Las dos fuentes de la Plaza de Santa Ana

La Plaza de Santa Ana surgió en el contexto de las múltiples reformas urbanísticas llevadas a cabo por José Bonaparte, que le valieron el sobrenombre del Rey Plazuelas. Fue creada en 1810, tras derribarse el Convento de las Carmelitas Descalzas de Santa Ana, que fue fundado en 1586 por San Juan de la Cruz, a instancias de Santa Teresa de Jesús.

De todas las plazas impulsadas por José I, la de Santa Ana fue la única, junto a la de San Miguel, que pudo ser urbanizada plenamente antes de que concluyese su corto reinado (1808-1813). Fue además la primera zona verde de carácter público que tuvo Madrid en el interior del casco urbano.


Alzado de la fuente de la Plaza de Santa Ana. Silvestre Pérez (1812). Biblioteca Nacional de España.

El arquitecto Silvestre Pérez (1767-1825) fue el encargado de darle forma. Ideó una fuente central, rodeada de diferentes plantaciones de árboles, que, además de su función para el abastecimiento de agua, tenía una marcada intención ideológica.

No en vano la fuente fue rematada con la célebre estatua Carlos V y el Furor (1551-1564), obra de León Leoni, concluida por su hijo Pompeyo, que fue cedida para tal fin por el monarca, a partir de un decreto firmado el 5 de noviembre de 1811.

Se establecía así una sencilla analogía entre el antiguo imperio hispánico y el nuevo imperio napoleónico, del que José I era su máximo representante en España.


'Carlos V y el furor', de León Leoni. Museo del Prado. A la izquierda se muestra al emperador desnudo, sin la armadura desmontable.

La fuente tenía un diseño muy simple. Consistía en un pedestal cúbico, decorado a cada lado con una corona de laurel y asentado sobre una base de planta de cruz griega, donde se situaban cuatro caños. Un pilón circular recogía el agua que éstos arrojaban.

El conjunto fue inaugurado el 19 de marzo de 1812, coincidiendo con la onomástica del soberano. Ese mismo día también quedó abierta la Plaza de San Miguel, igualmente proyectada por Silvestre Pérez, que fue adornada con una escultura de Fernando el Católico, como símbolo de la unidad nacional.

En 1814, un año después de su restitución al trono, Fernando VII reclamó la vuelta de la estatua a la Corona, petición que no fue atendida por el Ayuntamiento de Madrid, alegando que el público estaba “comprometido con el disfrute de la fuente y su adorno”.

En 1822, curiosamente, fue el propio consistorio quien solicitó su retirada, ya que producía “mucha inquietud para la vista” y temía que pudiese ser destruida en algún acto vandálico. En 1825 se procedió a su desmontaje.

Posteriormente se construyó una estructura piramidal de piedra, que fue instalada sobre la parte superior de la fuente, para cubrir el vacío. La siguiente fotografía, tomada por Alfonso Begué en 1864, nos muestra el resultado final.


Fuente de la Plaza de Santa Ana. Alfonso Begué (1864).

La Plaza de Santa Ana sufrió nuevas intervenciones en los años siguientes. La principal fue su ampliación por su flanco oriental, al demolerse una manzana que impedía su conexión con el Teatro del Príncipe (Teatro Español). Esta remodelación finalizó en 1868, después de un largo proceso de expropiaciones, iniciado en 1850.
No sabemos en qué momento la fuente desapareció de la plaza, aunque entendemos que pudo ser hacia 1880, cuando fue erigido el Monumento a Calderón de la Barca que actualmente preside el recinto.

Por esas fechas también debió colocarse la segunda fuente que ocupa nuestra atención, la del Cisne, procedente del paseo del mismo nombre (hoy día Calle de Eduardo Dato).


Fuente del Paseo del Cisne. Alfonso Begué (1864).

Esta pequeña fuente era una curiosa combinación de elementos reciclados y de nueva factura. Su fuste de mascarones y su taza poligonal provenían del desaparecido Monasterio de San Felipe el Real, en la Puerta del Sol, mientras que su grupo escultórico fue realizado por José Tomás (1795-1848).

Sin embargo, cuando fue trasladada a la Plaza de Santa Ana, se optó por conservar únicamente el grupo escultórico (un cisne de plomo a punto de ser ahogado por una serpiente), al que se puso como base una composición de rocalla, como era moda en la época.

Como pilón, todo parece indicar que se utilizó el mismo de la fuente que había concebido Silvestre Pérez. A su alrededor se extendían varios jardines, a modo de parque público.


La Plaza de Santa Ana en 1900.

El largo periplo de una estatua

En sus casi quinientos años de historia, la escultura de bronce Carlos V y el furor, una obra maestra de la estatuaria renacentista, ha recorrido tres países y ha tenido al menos nueve ubicaciones distintas.

Desde su fundición en Milán en 1551, a manos de León Leoni, viajó en 1556 a Bruselas para ser presentada al emperador y después al taller que Pompeyo Leoni tenía en Madrid, donde recibió los últimos retoques. Aquí permaneció hasta 1608.

En ese año Felipe II ordenó llevarla al Real Alcázar y, más en concreto, al Jardín del Rey o Jardín de los Emperadores, que se encontraba a los pies de la Torre Dorada, si bien algunos autores sostienen que estuvo en el interior del palacio.

En 1620 fue trasladada a Aranjuez y más adelante al Jardín de San Pablo, en el Real Sitio del Buen Retiro, para, a principios del siglo XIX, ser colocada en la Plaza de Santa Ana, según se acaba de comentar. 


Detalle del 'El Jardín de San Pablo en el Buen Retiro', Domingo de Aguirre (1778).

En 1825 fue devuelta a su anterior enclave en el Buen Retiro y en 1830 ingresó en el Museo del Prado, su último y definitivo emplazamiento.

Existen dos réplicas de la imagen, aunque de menor tamaño que la original, una situada en el Palacio Real de Madrid y la otra en el Alcázar de Toledo.

Bibliografía

Arquitectura y urbanismo, de Pedro Navascués Palacio, capítulo de La época del romanticismo (1808-1874), volumen 2. Espasa Calpe, Madrid, 1989

Alteraciones en la estatuaria madrileña durante el gobierno del Rey Intruso, de Luis Miguel Aparisi Laporta. Anales del Instituto de Estudios Madrileños. Tomo XLVIII extraordinario, segundo centenario de 1808. C.S.I.C., Madrid, 2008

Los espacios verdes del Madrid de la invasión francesa, de Carmen Ariza Muñoz. Anales del Instituto de Estudios Madrileños. Tomo XLVIII extraordinario, segundo centenario de 1808. C.S.I.C., Madrid, 2008

Consecuencias de 1808 en la geografía urbana de Madrid, de M. Pilar González Yanci. Anales del Instituto de Estudios Madrileños. Tomo XLVIII extraordinario, segundo centenario de 1808. C.S.I.C., Madrid, 2008

Vicisitudes políticas de una estatua: el 'Carlos V' de León Leoni, de Manuel Espadas Burgos. Anales del Instituto de Estudios Madrileños, número 9. Madrid, 1973

lunes, 26 de enero de 2015

El Pabellón Real o Pabellón Árabe

Entre las numerosas edificaciones que se realizaron en el Buen Retiro a lo largo del siglo XIX, nos llama especialmente la atención el desaparecido Pabellón Real, también conocido como Pabellón Árabe o Morisco, por su estilo historicista.


Año 1887 ('La Ilustración Ibérica').

Fue inaugurado con motivo de la Exposición Nacional de Minería, Artes Metalúrgicas, Cerámica, Cristalería y Aguas Minerales, que tuvo lugar en el año 1883 en el llamado Campo Grande, una zona del Retiro que se mantuvo silvestre hasta el reinado de Isabel II (r. 1833-1868).

El ingeniero de minas Enrique de Nouvion se hizo cargo del proyecto. Trazó un recinto cerrado con dos accesos, cuyo punto de referencia era el Pabellón Central, bautizado posteriormente como Palacio de Velázquez en honor a su arquitecto, el célebre Ricardo Velázquez Bosco (1843-1923).

Desde este edificio se abría una avenida flanqueada con estatuas de rana de gran tamaño, que conducía a un lago. En la ribera meridional fue levantada una composición de rocalla, por la que caía una cascada de agua, y sobre ella el Pabellón Real, obra igualmente de Velázquez Bosco.


Año 1900 (Memoria de Madrid).

A pesar de su nombre oficial, no era un pabellón como tal, entendido como un espacio expositivo, sino que fue concebido como un hito paisajístico y, aprovechando su situación en lo alto de una pequeña loma, también como un mirador.

Aunque su apariencia nazarí podía resultar sorprendente en el contexto de una exposición industrial, era un ejemplo más del alhambrismo que triunfaba en la época. Además, estos rasgos eran percibidos como una seña de identidad nacional, como prueban los pabellones neoárabes que España llevó a casi todas las exposiciones internacionales celebradas en el siglo XIX.

No debe extrañar, por tanto, que este estilo se reservara para el pabellón que, por su topónimo alusivo a la monarquía y por su enclave privilegiado, estaba llamado a simbolizar lo hispánico.


Año 1883 (Jean Laurent, Fototeca del Patrimonio Histórico).

Estaba integrado por un cuerpo cúbico que aparentaba tener dos plantas al exterior, si bien en el interior era completamente diáfano. Sus cuatro lados estaban abiertos por una doble galería de arcos de herradura, de medio punto los inferiores y apuntados los superiores.

En la fachada que daba al lago había dispuesto un pórtico, concebido como una terraza. Se cubría con un tejado a cuatro aguas y contaba con una balaustrada, formada por una sucesión de arcos.

Por la parte trasera arrancaba una ría, que, después de un reducido recorrido, iba a desembocar a un pequeño estanque del que brotaba un surtidor, que era el que alimentaba de agua a la cascada de la rocalla.

La parte trasera a principios del siglo XIX.

El Pabellón Real se encontraba coronado con una cúpula bulbosa, adornada con escamas, pintadas inicialmente en tonos dorados, y con remate de aguja. 

Este elemento arquitectónico no debió estar listo cuando el certamen fue inaugurado el 27 de mayo de 1883, como puede comprobarse en la siguiente fotografía de Jean Laurent (1816-1886), tomada probablemente por esas fechas.


Año 1883 (Jean Laurent, Fototeca del Patrimonio Histórico).

Es posible que la cúpula fuera instalada en los meses estivales, cuando se decidió cerrar temporalmente la exposición ya que muchas instalaciones habían quedado sin concluir (el 8 de septiembre el recinto ferial reabrió sus puertas, una vez acabadas todas las obras pendientes).

Cabe pensar que Velázquez Bosco se inspirara en el trabajo de restauración que, a mediados del siglo XIX, hizo Rafael Contreras (1826-1890) en el Patio de los Leones, de la Alhambra. Uno de sus templetes fue adornado con una cúpula de escamas vidriadas, que históricamente nunca existió.


Segunda mitad del siglo XIX (Jean Laurent).

Tras celebrarse la Exposición Nacional de Minería, el Campo Grande del Retiro fue nuevamente intervenido para acoger otro gran evento, la Exposición General de las Islas Filipinas, que se desarrolló durante el verano y otoño de 1887.

El entorno del Pabellón Real fue modificado sustancialmente. En la ribera occidental del lago Velázquez Bosco construyó el majestuoso Palacio de Cristal que todos conocemos, al tiempo que amplió la superficie acuática, para facilitar la navegación de embarcaciones indígenas, traídas ex profeso desde la antigua colonia. 


Año 1908 ('La Ilustración Española y Americana').

Esos paseos en barca se prolongaban más allá del estanque, a través de una nueva ría, excavada para la ocasión, que llegaba hasta la llamada Ría de Patinar, un estanque con isla creado en 1876 para la práctica del patinaje sobre hielo.

El Pabellón Real volvió a ser utilizado en 1908, durante la Exposición General de Bellas Artes. Si bien no albergó ninguna muestra, fue uno de los escenarios del acto inaugural, que contó con la presencia de los reyes Alfonso XIII y Victoria Eugenia.


Año 1908 ('La Ilustración Española y Americana').

A principios del siglo XX fue cegada la ría a la que nos acabamos de referir, mientras que el Pabellón Real desapareció en la década de los cincuenta, debido su avanzado deterioro. Afortunadamente, sí que hemos conseguido conservar el Palacio de Velázquez y el conjunto formado por el Palacio de Cristal, el lago y la estructura de rocalla, aunque ésta de modo parcial.

En palabras del historiador alemán Adrian von Buttlar (1948), se trata de "la mejor parcela de trazado paisajista de la segunda mitad del siglo XIX". Casi nada.

lunes, 19 de enero de 2015

El Madrid del Capitán Alatriste y de Víctor Ros

Recientemente se han estrenado dos producciones televisivas, ‘Las aventuras del Capitán Alatriste’ (Telecinco) y ‘Víctor Ros’ (TVE1), que nos han llamado la atención por la ambientación que hacen del Madrid del siglo XVII, en el primer caso, y del XIX, en el segundo.

No es la primera vez que la capital es el escenario principal de una serie de ficción, pero sí una de las pocas en las que se observa un cierto interés por reproducir su primitiva fisonomía desde una base histórica más o menos fundamentada.

La Carrera de San Francisco en 1895 ('Víctor Ros', TVE1).

Tanto el cine como la televisión nos tenían acostumbrados a decorados anodinos, que huían de la representación de cualquier construcción madrileña reconocible, o a localizaciones exteriores imposibles, con los entramados urbanos de Toledo, Cáceres, Uclés o Pedraza convertidos, por un momento, en la Villa y Corte.

Pero, gracias a las nuevas tecnologías, los productores audiovisuales se están atreviendo a recrear digitalmente edificios desaparecidos como el Real Alcázar o lugares que, como la Puerta del Sol o la Plaza Mayor, han sobrevivido al paso del tiempo, aunque con un aspecto muy modificado.

Si bien los resultados son muy desiguales visualmente e, incluso, aparece algún que otro anacronismo, agradecemos a los creadores de las citadas series el regalo que nos han hecho permitiéndonos contemplar, por unos instantes, el Madrid del Siglo de Oro y el Madrid anterior al desastre de 1898.

'La aventuras del Capitán Alatriste' (Telecinco)














Basada en el personaje de Arturo Pérez Reverte, la serie arranca en 1623, dos años después de que Felipe IV (r. 1621-1665) accediese el trono. El Real Alcázar de Madrid, la residencia oficial del monarca, se nos muestra con su aspecto exterior definitivo, a pesar de que, en aquel momento, la fachada principal, diseñada por Juan Gómez de Mora, aún no se había concluido completamente.














Tampoco existía el chapitel con el que fue rematada la Torre de la Reina, que estaba situada en el ángulo suroriental del palacio. No fue hasta el reinado de Carlos II (r. 1665-1700) cuando este elemento arquitectónico fue incorporado.














La serie también recrea la célebre cornisa madrileña. Hemos capturado dos panorámicas, una diurna y otra nocturna, en las que volvemos a ver el Real Alcázar, esta vez desde su fachada occidental, además del Puente de Segovia, en la primera, y de las murallas medievales, en la segunda.














'Víctor Ros' (TVE1)

Esta producción tiene como protagonista al inspector de policía Víctor Ros, un personaje literario creado por Jerónimo Tristante. Su primer episodio se desarrolla en 1895, en un Madrid en el que se acaban de acometer numerosas transformaciones urbanísticas, al tiempo que se están preparando otras nuevas.














Éste es el caso de la Puerta del Sol, a la que ya se le había puesto la nueva cara con la que ha llegado hasta nosotros (su gran reforma concluyó en 1865). En aquel momento estaba presidida por una fuente, traída en 1860 desde San Bernardo, donde fue colocada inicialmente. Aunque, siendo estrictos, se echan de menos los dos pequeños pilones laterales que le fueron añadidos con el traslado.

La Puerta del Sol se encuentra surcada por varios tranvías de mulas, que también se aprecian en la imagen inferior, correspondiente a la Plaza Mayor. Todavía no habían entrado en funcionamiento los primeros tranvías eléctricos (éstos arrancaron en 1898, tres años después del comienzo de la narración).














La recreación de la Plaza Mayor es muy rigurosa, al menos en lo que respecta a sus antiguos jardines, dispuestos alrededor de la estatua de Felipe III y de dos fuentes circulares, instaladas a mediados del siglo XIX. No así en referencia a los edificios, que vemos con los tonos rojizos aplicados en 1989, y a la Casa de la Panadería, que luce las pinturas que Carlos Franco hizo en 1992.














No podía faltar una representación de la cornisa. Junto a las imprescindibles siluetas del Palacio Real y San Francisco el Grande, aparecen las chimeneas de la Fábrica de Electricidad que se levantó en la Ronda de Segovia, así como el Seminario Conciliar, pero, en este caso, se trata de un anacronismo (no fue acabado hasta 1906).

Mención aparte merece el puente ferroviario de hierro que cruza el Manzanares y que entendemos como una licencia creativa, ya que no existió ahí ningún puente de esas características, aunque sí hubo uno muy parecido en la zona de Villaverde.

Imágenes

Las imágenes que ilustran el presente reportaje han sido capturadas de los primeros episodios de 'Las aventuras del Capitán Alatriste' y 'Víctor Ros', emitidos por Telecinco y TVE1 los días 7 y 12 de enero de 2014, respectivamente.


lunes, 15 de diciembre de 2014

Los grabados del general Bacler d'Albe

Louis Albert Guislain Bacler d'Albe (1761-1824) fue un general francés que asesoró y acompañó a Napoleón Bonaparte en numerosas campañas militares. Fue también uno de los cartógrafos más importantes de su tiempo y un destacado pintor, que contribuyó a la renovación de la pintura de batallas.

Nos centramos en esta última faceta, toda vez que Bacler d’Albe nos ha legado un buen número de vistas madrileñas, que captó entre 1808 y 1809 durante dos viajes efectuados a España, en plena Guerra de la Independencia (1808-1814).

Aunque Bacler d’Albe visitó nuestro país con la idea de obtener croquis y documentos de interés topográfico, aprovechó su estancia para realizar una serie de dibujos paisajísticos, que después recopiló en dos volúmenes de grabados, publicados entre 1819 y 1822.

Muchos de ellos fueron hechos con una intención propagandística, a mayor gloria de Napoleón. Es el caso del que reproducimos a continuación, donde se muestra el paso por Somosierra de las tropas galas, con el propio emperador en el centro de la escena, mientras observa cómo se distribuye la comida a un grupo de prisioneros españoles.


'Entreé du défilé de Sommo-sierra'.

Bacler d’Albe también reflejó a los invasores atravesando el Alto del León, el otro gran paso del centro peninsular, a modo de testimonio de su fortaleza y control de las vías de comunicación. La inconfundible silueta del monumento que corona el puerto, erigido en 1749 por orden de Fernando VI, focaliza la composición, con una altura muy superior a la que tiene realmente.


'Monument élevé sur le sommet du Guadarrama, á la limite de deux Castilles'.

Además de estas estampas, dirigidas a ensalzar las hazañas napoleónicas, Bacler d’Albe hizo varias panorámicas de la capital, al más puro estilo de los vedutistas que florecieron en aquellos tiempos. Una de las más reconocibles, la cornisa sobre la que se asienta el Palacio Real, queda retratada desde la margen derecha del Manzanares.


'Le Palais du Roi à Madrid'.

El autor tuvo acceso al Real Sitio de El Pardo, que plasmó exagerando el tamaño de las montañas de la Sierra de Guadarrama, en la línea de las modas románticas de la época, muy dadas a sobredimensionar el relieve.


'Le chateau du Pardo près de Madrid'.

El romanticismo también se advierte en esta vista de la Casa de Campo, que aparece representada dentro de una atmósfera envolvente, como de ensoñación. El antiguo Palacete de los Vargas emerge desde una densa masa vegetal, mientras la estatua ecuestre de Felipe III (hoy en la Plaza Mayor) parece marcar la senda de la pareja paseante.


'La Casa del Campo près de Madrid'.

En la siguiente vista del Cerro de San Blas, donde se eleva el Observatorio Astronómico, el artista nos presenta un edificio solitario, en el que crece la maleza, siguiendo el gusto romántico por las construcciones abandonadas. No obstante, es así como debería encontrarse, habida cuenta que, durante la Guerra de la Independencia, el Observatorio fue utilizado como polvorín por los franceses.


'L'Observatoir de Madrid, transformé en magasin à poudre pendant, dans le fond le couvent d'Atotcha'.

Y terminamos con dos amables 'vedute' del Salón del Prado. En la primera puede apreciarse la Fuente de Cibeles, enmarcada por una Puerta de Alcalá de medidas desmesuradas, sobre todo en lo que respecta a su frontón central.


'La Fontaine de Cibèle à la Porte d'Alcala à Madrid'.

En la segunda, dedicada a la Fuente de Neptuno, Bacler d'Albe realiza una interpretación libre, alterando el diseño de los grupos escultóricos y dotándoles de un dinamismo barroco, ciertamente alejado del concepto neoclásico original.

'La Fontaine de Neptune et la promenade du Prado à Madrid'.

Nota

Los dibujos de Bacler d'Albe reproducidos en el presente artículo son litografías de Engelmann, impresas entre los años 1820 y 1822.

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