lunes, 29 de abril de 2013

El antiguo Palacete de la Moncloa (2): jardines

Regresamos imaginariamente a la Moncloa, para visitar sus jardines históricos. Sus orígenes se sitúan en el último tercio del siglo XVII, si bien fue a principios del siglo XIX cuando alcanzaron su configuración definitiva.


El palacete en el año 1929, cuando fue abierto como museo.

Con todo, su aspecto final se debe al pintor y jardinero sevillano Javier Winthuysen (1874-1956), quien, en 1920, procedió a su restauración, a petición de la Sociedad Española de Amigos del Arte. Buena parte de su trabajo se conserva hoy en día, a pesar de los daños causados por la Guerra Civil.


Plano de los jardines, por Winthuysen.

En realidad, Winthuysen solo recibió el encargo de restaurar el Jardín del Barranco, uno de los siete jardines que rodeaban el palacete. Ello no fue impedimento para que investigara sobre todos ellos, hasta reunir una abundante y valiosa documentación, con la que pudo hacerse una idea muy precisa de su apariencia original.

Después de dos años de minuciosa investigación, en 1922 Winthuysen se puso manos a la obra. Según su propia descripción, los jardines estaban muy abandonados, pero mostraban una "belleza natural, algo salvaje", que él intentó preservar.


Plano del Jardín del Barranco, por Winthuysen.

El Jardín del Barranco surgió a espaldas del palacete durante el reinado de Fernando VII o, según otras versiones, durante la regencia de María Cristina. Constaba de dos recintos, el Jardín Alto y el Jardín Bajo, llamados así por su situación en planos diferentes y separados por un muro de contención de considerables dimensiones.



Según las pesquisas de Winthuysen, contaba con estatuas y otros adornos, de los cuales solo había sobrevivido "un estanquito circular en el plano bajo", con una fuente en medio. El trazado primitivo prácticamente había desaparecido, como consecuencia de la plantación de grandes coníferas.

Winthuysen respetó estos árboles, al tiempo que proyectó un nuevo trazado de estilo clásico, utilizando las reglas antiguas de la jardinería castellana. También recuperó la rampa que comunicaba los dos planos, que, con el paso del tiempo, había sido "convertida torpemente en una escalera".


Fuente adosada al muro.

Como elementos nuevos, añadió dos fuentes, que se sumaron a la antes descrita. Una de ellas fue instalada en el Jardín Alto y la otra adosada al muro de contención, que, por su parte, fue revestido con enverjados para rosales, una vez eliminada la maleza que lo cubría.

Los otros seis jardines estaban en terreno llano. Eran conocidos con los nombres del Parterre, del Caño Gordo, del Paso, de la Estufa, del Laberinto y de la Princesa, este último llamado así en honor de Isabel II, que gustaba de jugar en él cuando era una niña.


Jardín del Caño Gordo.

Se sucedían longitudinalmente, formando una franja paralela a la antigua Carretera de El Pardo. Fueron rehabilitados por el ingeniero agrícola Baldomero Gaspar, en colaboración con Ignacio Víctor Clarió, a partir del arduo trabajo de investigación desarrollado antes por Winthuysen.



En 1929, una vez concluida la restauración, los jardines quedaron abiertos al público. Fueron muy frecuentados por los madrileños, como prueba el hecho de que se proyectara una línea de tranvía específica para la Moncloa. Entre sus visitantes más ilustres, encontramos a Antonio Machado y a Manuel Azaña.

El primero, incluso, se inspiró en una de sus fuentes, a la que llamó la Fuente del Amor, para componer un poema dedicado a Pilar de Valderrama, la célebre Guiomar. Lleva por nombre El jardín de la fuente.


Fuente central del Jardín Bajo, identificada como la Fuente del Amor de Machado.

También el político escribió sobre los jardines, aunque, en este caso, para lamentarse de la desaparición de una arboleda, al construirse la Ciudad Universitaria:

"Mi sorpresa ha sido grande cuando al llegar al final de la Calle de la Princesa me he encontrado con la desolación de la Moncloa destruida. De aquel punto arrancaba un paseo de pinos viejos, tortuoso y rústico, hasta la escuela antigua de ingenieros".

"Toda esta parte de la Moncloa, con el paisaje hasta el río, era bellísima, dulce, elegante, lo mejor de Madrid. Ya no queda nada: una gran avenida, rasantes nuevas, el horror de la urbanización. Yo veía con gusto que se hiciese la Ciudad Universitaria, pero no podía imaginar, que en esta parte anterior de la Moncloa fueran a hacer tamaño destrozo".


Javier Winthuysen.

En este mismo sentido se expresó el propio Javier Winthuysen, en un artículo publicado en el año 1931:

"Desde que comenzaron las desdichadas obras de la Ciudad Universitaria, destrozando bárbaramente el único parque natural con que contaba entonces Madrid, habíamos hecho el propósito de no volver por aquellos lugares, en uno de cuyos rincones habíamos puesto durante años todo el cariño, todo el trabajo y todo el ansia de que sé es capaz un espíritu que tiene como religión el arte y la naturaleza".

Los estragos de las obras de la Ciudad Universitaria se limitaron a las zonas agrestes. Por suerte, los jardines propiamente dichos pudieron salvarse, aunque después vendría la Guerra Civil con toda su desolación.



Con la reconstrucción del Palacio de la Moncloa de 1955, los jardines lograron recomponerse y volver a brillar, hasta convertirse en uno de los principales atractivos de este complejo.

Prueba de ello es la fotografía inferior, donde puede verse el Jardín Bajo, con la Fuente del Amor en el centro, en el momento actual. Si se compara con la imagen superior, hecha en 1929 en el mismo lugar (aunque desde otro ángulo), puede comprobarse que la esencia del trabajo de Javier Winthuysen se mantiene.



Bibliografía

- La recuperación del palacete: una intensa historia. Juan Antonio González Cárceles, Presidencia del Gobieno, Madrid, 2009
- Madrid, la Moncloa. María Teresa Fernández Talaya. Ediciones La Librería, Madrid, 2011

lunes, 22 de abril de 2013

El antiguo Palacete de la Moncloa (1): historia y descripción

El actual Palacio de la Moncloa es heredero de una antigua casa de campo, emplazada en medio de una extensa hacienda agrícola, por la que han desfilado marqueses, duques y reyes.

Su origen se remonta al primer tercio del siglo XVII, cuando Gaspar de Haro y Guzmán, marqués del Carpio y de Eliche, se hizo con las huertas de la Moncloa y Sora, que estaban situadas en el entorno del arroyo Cantarranas.

En lo más alto de los terrenos, el marqués ordenó levantar una mansión, conocida inicialmente como Palacete de Eliche y también como Casa Pintada, en alusión a los frescos que adornaban los muros exteriores.

Al margen de este dato, poco más se conoce de la fisonomía original del edificio, aunque cabe suponer que fue proyectado con dos plantas y desván, tal y como se desprende de una tasación realizada en el siglo XVIII.


Año 1920.

Después de pasar por diversos propietarios, la Moncloa fue comprada en 1781 por María Ana de Silva, duquesa de Arcos, quien acometió la primera gran reforma del palacete, siguiendo las corrientes neoclásicas del momento.

Tras su fallecimiento en enero de 1784, la propiedad pasó a su hija, María del Pilar Teresa Cayetana de Silva, la popular duquesa de Alba retratada por Goya.

En 1802 murió la duquesa, ocasión que fue aprovechada por el rey Carlos IV para comprar la finca, con la intención de anexionarla al Real Sitio de la Florida. Cinco años después se le sumaría la Dehesa de Amaniel o de la Villa, contigua a la Moncloa, adquirida igualmente por el monarca.

En 1816 el edificio fue restaurado por el arquitecto Isidro González Velázquez, quien procedió a su consolidación y a la eliminación de algunos elementos ruinosos, además de actuar sobre los jardines.

Durante el reinado de Isabel II, en 1846, toda la propiedad pasó a manos del Estado Español. En un primer momento estuvo bajo la dependencia del Ministerio de Fomento, hasta que se tomó la decisión de crear un museo, que pudo inaugurarse en 1929. Los trabajos de adaptación fueron dirigidos por Joaquín Ezquerra del Bayo.

Año 1938.

La Guerra Civil (1936-39) significó la práctica desaparición del inmueble, como puede comprobarse en la fotografía superior. En 1955 se llevó a cabo su reconstrucción, para ser utilizado como residencia de personalidades nacionales y extranjeras, principalmente los Jefes de Estado que visitaban España.

El proyecto, firmado por Diego Méndez, planteaba un trazado muy alejado del original. Se ideó un edificio de nueva planta, con el que la vieja casa de campo de gusto dieciochesco se transformaba en un palacio de grandes dimensiones, a partir de modelos inspirados en la Casa del Labrador, de Aranjuez, con toques de la arquitectura de los Austrias.

Incluso, se tomaron prestados elementos procedentes de otros conjuntos, como las doce columnas del antiguo patio (actual Salón de Columnas), que provienen del Palacio Arzobispal de Arcos de la Llana, en Burgos.


Planta de honor y alzado del nuevo palacio. Fuente: COAM.

Con la llegada de la democracia, el Palacio de la Moncloa fue convertido en la residencia oficial del Presidente de Gobierno y de su familia. Su primer inquilino, con este cometido, fue Adolfo Suárez, que inauguró la casa en 1977.

Descripción

A continuación analizamos la evolución arquitectónica y ornamental del palacete, desde el último tercio del siglo XVIII, cuando alcanzó su máximo esplendor, hasta su destrucción en la Guerra Civil, deteniéndonos brevemente en las aportaciones de sus principales dueños.


Gabinete de los Estucos.

Comenzamos con la duquesa de Arcos, su propietaria entre 1781 y 1784, quien puso una especial atención en los interiores. Las estancias fueron decoradas en estilo pseudoclásico, de clara influencia francesa, con abundantes motivos pompeyanos y herculanos.


Tribuna de música en el Comedor.

A este periodo corresponden el Gabinete de los Estucos y el Comedor, presidido por una tribuna de músicos, así como la suntuosa escalera que conducía a la planta superior.


Descansillo de la escalera principal.

En las dos décadas siguientes, la duquesa de Alba prosiguió con la remodelación iniciada por su madre, al tiempo que embelleció los jardines. El Jardín del Cenador, el Estanque de la Fuente Nueva y el Estanque de los Barbos fueron algunas de sus aportaciones.

Si bien su mayor contribución fue la enorme cueva construida bajo el palacete, donde se dispuso una mantequería para el suministro de productos lácteos a la Casa de Alba. Este sótano sobrevivió a la Guerra Civil y en él Felipe González estableció su famosa "bodeguiya".


Gabinete de Carlos IV.

Por su parte, Carlos IV no realizó demasiadas reformas. Aún así, fue instalada una escalera de caoba en el vestíbulo y se habilitó un despacho, para uso personal del soberano, en uno de los dormitorios.


Escalera de caoba.

En tiempos de José I, se procedió a la renovación de la decoración. Esta tarea fue desarrollada por el arquitecto y pintor Juan Digourc, de origen francés.

En lo que respecta a la restauración de Isidro González Velázquez, su trabajo fue decisivo para detener el proceso de deterioro en el que se encontraba el palacete, aunque también hizo algunos edificios de nueva factura, entre ellos una Casa de Oficios.

Pero, sin duda alguna, la restauración más importante fue la desarrollada entre 1918 y 1929 por la Sociedad Española de Amigos del Arte, bajo la dirección de Joaquín Ezquerra del Bayo. De este momento son las fotografías de interiores que adjuntamos.


Antealcoba de la duquesa.

Esta actuación fue especialmente minuciosa y persiguió recuperar la fisonomía que el palacete tuvo en el siglo XVIII, para ser convertido en museo.

Hasta tal punto este espíritu estuvo presente que, a modo de ejemplo, se logró descubrir la decoración helénica que ordenó realizar la duquesa de Arcos para su alcoba y antealcoba, oculta bajo diferentes capas de pintura.


Alcoba de la duquesa.

Mención especial merecen los jardines de la finca, sobre los que intervino en 1922 el prestigioso pintor y jardinero Javier Winthuysen, pero esto lo dejamos para una próxima entrega.

Bibliografía

La recuperación del palacete: una intensa historia. Juan Antonio González Cárceles, Presidencia del Gobieno, Madrid, 2009
Madrid, la Moncloa. María Teresa Fernández Talaya. Ediciones La Librería, Madrid, 2011

lunes, 15 de abril de 2013

El Dolmen de Entretérminos

La provincia de Madrid posee un abundante patrimonio megalítico, aún por conocer. Poco a poco van apareciendo dólmenes, piedras caballeras, alineaciones graníticas, túmulos o menhires, que avalan la intensa actividad humana que tuvo la actual comunidad autónoma durante la Prehistoria.

La Sierra de Guadarrama es especialmente rica en este tipo de estructuras. Hace apenas quince años fueron hallados varios megalitos en los municipios de El Escorial (El Rincón, Las Zorreras y El Dehesón), Alpedrete (Cerca de las Hachas, El Tomillar y El Cañal), Collado Mediano (El Jaralón), El Boalo y Galapagar.

Salvo contadas excepciones, los emplazamientos exactos de estos monumentos pétreos no se han hecho públicos. Y no porque no hayan sido investigados a fondo, sino porque los arqueólogos que los han descubierto han tenido un especial cuidado para no divulgar demasiados datos, con la pretensión de evitar posibles expolios.

No es el caso del Dolmen de Entretérminos, del que se tiene constancia desde hace casi ochenta años. No en vano fue el primer megalito prehistórico encontrado la región madrileña y el único catalogado como tal hasta el descubrimiento a principios del siglo XXI del Túmulo de las Vegas del Samburiel. Ahora ya son muchos los que esperan en la lista para recibir tal consideración.


El solar que ocupó el dolmen, tras la última excavación arqueológica de principios del siglo XXI. Fotografía: www.megalitos.es.

Sus huellas (y decimos bien, sus huellas, ya que casi no queda nada de él) se encuentran en el término municipal de Collado Villalba, justo en el límite con Alpedrete. De ahí su nombre. Podemos localizarlas en la confluencia del Camino de la Cal con la tapia de la finca Monte Andaluz, muy cerca de la Residencia Los Llanos, en la avenida homónima.

El Dolmen de Entretérminos saltó a la luz en 1934, cuando Demetrio Bravo, un vecino de Collado Villalba, decidió utilizar sus piedras para reparar un cercado próximo. Al mover las lajas, que estaban medio ocultas dentro de un montículo de tierra, encontró diversos objetos, correspondientes al ajuar de uno o varios enterramientos.

Movido por intereses lucrativos, Bravo solicitó el pertinente permiso a las autoridades para ponerse al frente de las excavaciones, algo que, una vez concedido, hizo sin ninguna metodología científica, a la busca de metales preciosos, con los que enriquecerse.

El relato de Teodoro Marquina, uno de los obreros que trabajaron bajo sus órdenes, resulta estremecedor: "cuando salió el puchero de barro [tal vez un vaso campaniforme] completamente nuevo y tapado, [Demetrio Bravo] le pegó un estacazo con el pico para sacar las monedas, pero se encontró que estaba vacío".

El estallido de la Guerra Civil en 1936 significó la práctica destrucción del dolmen. Exceptuando dos, todas las losas fueron extraídas para ser colocadas en fortines militares, al tiempo que se perdió la mayor parte de los objetos descubiertos, tras ser saqueada la vivienda de Pascual Domínguez, hijo político de Bravo, donde estaban guardados.


Cueva de Daina (Romanyá de la Selva, Gerona). Es muy posible que el Dolmen de Entretérminos tuviera esta apariencia. Fotografía: Mutari en Wikipedia.

Todo lo que queda de este monumento es el vago recuerdo de su planta y diferentes restos que se conservan en el Museo de San Isidro de Madrid. Han llegado hasta nosotros gracias a la labor del Marqués de Loriana, quien en 1942 fue tras su pista.

Los objetos que el marqués pudo recuperar fueron un hacha de cobre, un puñal, un cuchillo, una punta de lanza con un pedúnculo alargado en cobre y dos vasos campaniformes del tipo conocido como marítimo, además de una cinta o diadema de oro, que actualmente no se encuentra expuesta en el citado museo.


Vasos campaniformes del dolmen, en el Museo de San Isidro.

Entre lo perdido, se tiene conocimiento de la desaparición de una pieza de oro con varios orificios, además de diferentes punzones y brazaletes que parecen revelar que la persona ahí enterrada era una figura de cierto rango social.

El Dolmen de Entretérminos data del periodo Calcolítico, ubicado entre el Neolítico y la Edad de Bronce. Podemos estar hablando de los años 2500-1800 antes de Cristo.

Pertenece a la tipología de cámara y corredor, que consiste en una estancia funeraria a la que se llega a través de un pasillo formado por enormes bloques de piedras. Todo ello cubierto por un montículo artificial y rodeado perimetralmente por lajas verticales, cuya función era impedir el corrimiento de la tierra. Su diámetro es de 30 metros.


Recreación de la revista 'Apuntes de la sierra".

lunes, 8 de abril de 2013

Los oficios del Manzanares

El Manzanares ha sido históricamente una importante fuente de riqueza para Madrid. Alrededor del río se han forjado diferentes oficios, actualmente desaparecidos, que han sido clave para el desarrollo social y económico de la villa.

Hortelanos

La explotación del Manzanares con fines agropecuarios se remonta a los orígenes de la propia ciudad, como así atestigua el topónimo de la Cuesta de la Vega, uno de los más antiguos del callejero madrileño. Desde aquí se bajaba a las vegas del río, donde proliferaban las huertas, los sembrados y las praderas.

En uno de estos campos podemos imaginar a San Isidro Labrador, arando o, más bien, rezando, tal y como refleja esta pintura, posiblemente del siglo XVII, conservada en la Colegiata de Pastrana (Guadalajara). En ella puede verse el milagro de los bueyes, con el santo encomendado a Dios en la margen derecha del río.



Pescadores

La pesca en el Manzanares empezó a regularse el año 1202, cuando fue sancionado el Fuero de Madrid. Esta norma establecía un periodo de veda en el río, "desde el día de Pascua del Espíritu Santo o Cincuesma hasta San Martín", al tiempo que marcaba los precios de los distintos pescados (barbo, boga y especies menudas).



El oficio de pescador perduró en la ciudad hasta bien entrado el siglo XX. Así queda patente en la fotografía que adjuntamos, realizada por Ragel en 1917, y también en esta crónica que el diario La libertad publicó tres años después:

"Por haber, hay pescadores de red y de caña y hasta de mano, que persiguen a la anguila o al pez travieso o a la suculenta rana. La hora de la pesca, que se inicia al amanecer y termina a la mitad del día, es algo muy curioso y pintoresco, que da honra y relieve al río".

Molineros

A finales de la Edad Media había al menos ocho molinos en el tramo madrileño del Manzanares (Frailes, Migascalientes, Arganzuela, Ormiguera, Pangía, Torrecilla, María Aldínez y Mohed).

Pese a ello, la harina siempre fue un bien escaso en Madrid, que, en más de una ocasión, estuvo desabastecida de pan. Ni siquiera se llegaba con el llamado "pan de registro", con el que contribuyeron forzosamente los pueblos de la periferia durante los siglos XVII y XVIII.

Algunos de estos molinos (o, mejor dicho, sus restos) quedaron al descubierto durante las obras de soterramiento de la M-30. Es el caso del Molino Quemado o de María Aldínez, levantado a la altura de San Antonio de la Florida, según podemos ver en esta imagen de procedencia municipal.



Bañeros

La costumbre de bañarse en el Manzanares es muy antigua, aunque fue en el Siglo de Oro cuando quedó inmortalizada con la visión irónica y despiadada de los grandes literatos de la época. Luis Vélez de Guevara llegó a decir que "el río Manzanares se llama río porque se ríe de los que van a bañarse en él no teniendo agua".

No obstante, el oficio de los bañeros surgió con posterioridad, probablemente en el siglo XIX. Estaban al frente de unas curiosas instalaciones de baño, consistentes en unos pozos excavados en las márgenes del río, que se cubrían con una barraca de esteras para preservar la intimidad de los bañistas.

Ni que decir tiene que tales establecimientos fueron objeto de mofas y burlas. La viñeta satírica del dibujante Ortego, publicada en 1863 por El Museo Universal, ha pasado a la historia por su mordacidad. De ella extraemos el siguiente fragmento.



Areneros

La extracción de arenas del río ha sido una práctica recurrente a lo largo del tiempo. Los areneros se introducían en el cauce con sus carros de bueyes o mulos y, una vez completada la carga, trasladaban las arenas para ser usadas como material de construcción.

Uno de los caminos más utilizados era la llamada Cuesta de los Areneros, que comunicaba el Manzanares con la actual Calle del Marqués de Urquijo. La siguiente fotografía de Otto Wünderlich da cuenta de este oficio.



Barqueros

Un Manzanares surcado por barcas es una imagen que cuesta imaginar. Aún así, diferentes investigadores sostienen que, en algunos momentos puntuales de la historia, hubo dispuesta una barca para poder cruzar la corriente.

Cabe entender que ello fuera así en la Edad Media, antes de que se edificara la Puente Segoviana, precedente del actual Puente de Segovia, e incluso, una vez en pie, cuando se producían roturas en la estructura, generalmente provocadas por las crecidas del río.

En los siglos XVIII y XIX, la navegación fue posible gracias al Real Canal del Manzanares, que comunicaba fluvialmente el Puente de Toledo con la localidad de Vaciamadrid. Fue utilizado, de modo preferente, para el transporte de materiales de construcción, en especial yesos.



También hubo barcas en el Manzanares en el siglo XX, pero, eso sí, para uso recreativo y valiéndose de aguas represadas. Es el caso de la Playa de Madrid, una playa artificial construida en 1932 en el Monte de El Pardo, y del desaparecido embarcadero del Puente de Segovia, que estuvo en funcionamiento hasta los años setenta.

Lavanderas

Vamos ahora con las lavanderas, el oficio vinculado al Manzanares que ha recibido una mayor atención por parte de ilustradores, fotógrafos y pintores.

Hasta el primer tercio del siglo XX, las riberas del río estuvieron pobladas de lavaderos y tendederos, que ofrecían una imagen de Madrid entre insólita y miserable, como puede comprobarse en la fotografía inferior, tomada hacia 1905, aguas abajo del Puente Verde de la Florida.



El trabajo de las lavanderas era especialmente sacrificado y, además, estaba muy mal considerado. En el siglo XVIII, se tenía una imagen de ellas como de mujeres disolutas, dispuestas sexualmente, casi bordeando la prostitución.

En el siglo XIX mejoró su reputación y también sus condiciones de trabajo, gracias a la construcción en la Glorieta de San Vicente de un asilo, donde las lavanderas podían dejar a sus hijos pequeños durante la jornada laboral.



Y terminamos con estas dos imágenes históricas, una captada en 1900 en el entorno del Puente de Segovia con un grupo de lavanderas en un momento de descanso, y la otra fechada en 1915, en la que puede verse a dos lavanderas en plena faena, con San Francisco el Grande como telón de fondo.

viernes, 5 de abril de 2013

Otro edificio histórico demolido

El pasado 16 de marzo se procedió al derribo del inmueble situado en el número 18 de la Calle Embajadores, una vieja casona del siglo XVIII, cuyo rasgo más singular era el escudo nobiliario que adornaba su acceso principal.


Fuente: 'Historia y presente' (Juan)

El edificio estaba abandonado desde hace varios años, con los muros de carga atirantados mediante refuerzos estructurales de acero y con los vanos apuntalados y tapiados.

Curiosamente la finca era de titularidad municipal. El Ayuntamiento de Madrid se hizo con ella en 2004, tras la apertura de un expediente de expropiación, por el lamentable estado de conservación en el que se encontraba.


Fuente: Historia y genealogía (Paloma Torrijos).

Pero, en todo este tiempo, el consistorio ha mostrado la misma apatía e indiferencia que los antiguos propietarios a la hora de rehabilitarla. Al final, el nivel de deterioro ha sido tal que la única salida posible ha sido la demolición.

El Ayuntamiento de Madrid ha anunciado que planea levantar un edificio de nueva planta, cuando disponga de los fondos necesarios, para usos administrativos, sociales o culturales. 

Solo cabe esperar que lo que construya no desentone con el entorno y que esté a la altura de la espléndida fachada barroca de la Iglesia de San Cayetano, que está justo enfrente.


Y, ya que nos ponemos estrictos, que no se olviden de volver a colocar el escudo heráldico de la entrada. No vaya a ocurrir lo mismo que con la Casa de Iván de Vargas, a la que le desaparecieron los blasones de su portada, tras ser reconstruida.

Aún seguimos esperando explicaciones por parte del Ayuntamiento sobre el paradero de ese escudo de armas, patrimonio de todos los madrileños.

lunes, 1 de abril de 2013

El desagüe de los embalses

Tras las abundantes nieves y lluvias de las últimas semanas, se ha vuelto a repetir el ritual de todas las primaveras, con permiso de los años de sequía: el desagüe de los embalses.

Visitamos tres pantanos del río Lozoya, el principal abastecedor de agua potable de los madrileños, para comprobar de primera mano este sorprendente espectáculo, todo un lujo para los sentidos.


Puentes Viejas.

Comenzamos por el Embalse de Puentes Viejas, ubicado en el término municipal del mismo nombre, que comenzó a levantarse en 1916. El aliviadero de su presa se ha convertido en una estruendosa cascada de 66 metros de alto, el equivalente a un edificio de veinte plantas.


El Villar.

Nada más salir de este embalse, el río Lozoya vuelve a quedar represado en otro pantano histórico, el de El Villar, que, en estos momentos, supera con creces el cien por cien de su capacidad.


El Villar.

Edificado en 1869, igualmente en el municipio de Puentes Viejas, fue la segunda de las grandes infraestructuras realizadas por el Canal de Isabel II, después de la experiencia fallida del Pontón de la Oliva. A pesar de tener menos altura que el anterior (unos cincuenta metros), su salto de agua es, si cabe, más impresionante.

Aguas abajo se encuentra el Pontón de la Oliva, que lleva más de un siglo en desuso. Concebido en 1851 como el embalse captador del Canal de Isabel II, nunca pudo utilizarse a pleno rendimiento, debido a la permeabilidad del suelo en el que fue construido.


Pontón de la Oliva.

Cuando los embalses situados más arriba se ven obligados a soltar, el Pontón de la Oliva recoge su aguas para, a su vez, expulsarlas a través de sus canales de desagüe. En algunas ocasiones las aguas han llegado a rebosar por encima del dique de la presa, formándose una enorme catarata, insólita en el paisaje madrileño. Pero éste no ha sido el caso.


Pontón de la Oliva.