lunes, 30 de septiembre de 2013

Los jardines renacentistas del Castillo de la Alameda

Visitamos el Castillo de la Alameda, que, gracias a la restauración desarrollada por el Ayuntamiento de Madrid entre 2007 y 2010, ha conseguido salvarse de lo que era una ruina inminente y ser recuperado para su musealización.



Se encuentra en lo que antiguamente fue la villa de la Alameda de Osuna, hoy convertida en uno de los cinco barrios del distrito de Barajas. Está en lo alto de un suave promontorio, desde el que se domina todo el valle del Jarama, dentro de un enclave que ha estado poblado desde tiempos prehistóricos.

El castillo pudo ser levantado hacia 1400, tras la concesión del señorío de la Alameda a la familia de los Mendoza por parte de la Corona. Lo más probable es que Diego Hurtado de Mendoza (1367-1404), padre del célebre Marqués de Santillana, fuese su fundador.

A pesar de su aspecto fortificado, ha tenido a lo largo de la historia una función preferentemente residencial, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XV, cuando la fortaleza fue transformada en un palacio renacentista, con jardines, fuentes, patios con galerías y pavimentos de guijarros, entre otras muchas mejoras.

Recreación del palacio del siglo XV. Fuente: Museos de Madrid.

La reforma fue promovida por Francisco Zapata de Cisneros, uno de los miembros más notables del linaje madrileño de los Zapata, cuyos ascendentes se habían hecho con el castillo, por medio de lazos matrimoniales.

Fruto de esta remodelación fue la construcción de un jardín perimetral, aprovechando la cavidad del foso, en la línea de otras actuaciones de la época, como la que impulsó el rey Felipe II en el Palacio de El Pardo en el año 1562.

Vista aérea del castillo. Fuente: Museos de Madrid.

El foso del Castillo de la Alameda sorprende por su enorme tamaño, muy desproporcionado si se tienen en cuenta las reducidas medidas del núcleo principal, apenas 200 metros cuadrados. Llega a alcanzar doce metros de anchura y seis de profundidad.

Estas considerables dimensiones permitieron crear un amplio espacio para el esparcimiento, en el que convivían especies ornamentales y ortícolas, siguiendo el principio renacentista de que los jardines debían proporcionar belleza visual y, al mismo tiempo, permitir el cultivo de hortalizas y frutas.

Para la creación del jardín fue necesario rebajar la contraescarpa o pared externa del foso, ya que tenía una inclinación excesiva. Toda esta parte fue revestida con un muro con contrafuertes rematados por arcos de medio punto, que contribuían a la monumentalidad del recinto.



Una red de canalizaciones, que se alimentaba de un manantial exterior, garantizaba el riego, al tiempo que suministraba agua a las distintas fuentes ornamentales.

Había cuatro fuentes de planta octogonal, una en cada esquina, así como una fuente de burlas, un artilugio que se puso de moda en el siglo XVI consistente en varios surtidores escondidos, que se accionaban desde lejos para sorprender a los paseantes.



Asimismo, las excavaciones arqueológicas llevadas a cabo han revelado la existencia de un sistema hidráulico en los muros del foso, que permitía las plantaciones verticales.

Un estanque situado al sur del castillo recogía el agua sobrante de las fuentes, que era conducida a través de una tubería. Tenía un tamaño importante, como prueba el hecho de que contase con una isla. Era utilizado para pescar y para la navegación recreativa en barcas.


Restos del estanque, en 1953.

El acceso al foso se realizaba mediante dos túneles, uno desde el interior del palacio y el otro desde el exterior. Fuera de este recinto, había también jardines y, principalmente, huertas de labor.

lunes, 23 de septiembre de 2013

El Arco de San Ginés

El Arco de San Ginés da forma a una de las estampas más típicas del Madrid de los Austrias. Está situado a espaldas de la iglesia del mismo nombre, al final de un pasadizo de apenas sesenta metros de longitud, que se ha convertido en un potente reclamo turístico de la capital.

Aunque por su angostura y recorrido sinuoso, este callejón puede percibirse como de origen medieval, nada más lejos de la realidad. Ni siquiera aparece, al menos con su configuración actual, en el célebre plano de Pedro Teixeira, del siglo XVII, donde puede apreciarse una calle mucho más ancha que la que ha llegado a nuestros días.

El Pasadizo de San Ginés debe su fisonomía a una serie de intervenciones llevadas a cabo en la segunda mitad del siglo XVIII. Fue en este momento cuando se abrió el arco que ocupa nuestra atención. Pero vayamos por partes.


El arco desde el Pasadizo de San Ginés (1923).

En los años cuarenta del siglo XVII, la cabecera de San Ginés tuvo que ser derribada, debido a su estado de arruinamiento. En 1655 el alarife Juan Ruiz comenzó su reconstrucción, a partir de un proyecto que ampliaba sustancialmente la planta primitiva y que invadía la vía pública.

La calle que rodea esa parte del templo no solo fue estrechada hasta quedar reducida a simples recovecos, sino que también quedó sin salida, con algunos de sus inmuebles pegados a los muros de la iglesia.

Esta situación provocó las más airadas protestas por parte de los vecinos y, curiosamente, también por parte de los propios párrocos, quienes consideraban que éste no era un entorno apropiado para la actividad religiosa. Al margen de cuestiones estéticas, era frecuente que en el callejón se produjeran revueltas y escándalos.


El arco desde la Plazuela de San Ginés (1931).

Los problemas acabaron un siglo después, en concreto en 1757, cuando la Parroquia de San Ginés tomó la decisión de comprar las casas colindantes. Con esta operación, la iglesia no solo se sentía con autoridad para acometer el saneamiento de la zona, sino que también se aseguraba unos ingresos adicionales alquilando sus nuevas propiedades.

Las casas fueron reformadas y mejoradas por varios arquitectos, entre los que cabe citar a José Arredondo, Manuel López Corona y Francisco Moradillo. También fueron realizados nuevos edificios, al tiempo que se actuó sobre el callejón, con la alineación de las diferentes fachadas, hasta configurarse el actual pasadizo.

En lo que respecta al Arco de San Ginés, fue Arredondo quien tuvo la idea de rasgar una bóveda bajo uno de los inmuebles, con el que quedaron comunicadas todas las calles perimetrales de San Ginés.

Las obras se ejecutaron entre 1762 y 1763, aunque en los años posteriores se hicieron distintos trabajos de mejora y se construyeron varias dependencias para uso eclesiástico, alrededor del templo.


Vista desde el pasadizo, con la Chocolatería de San Ginés a la izquierda (1966).

La casa del Arco de San Ginés, al igual que todo el pasadizo, ha tenido una intensa historia. En una de sus viviendas estuvo la sede de la Real Academia Latina Matritense, que se constituyó en 1755, antes de que el edificio fuese levantado, y que apenas tuvo un siglo de vida.

Por sus bajos han pasado diferentes comercios, que se hicieron muy populares entre los madrileños. En 1884 el hostelero Lázaro López abrió el restaurante 'Le petit Fornos', sucursal del existente en la antigua Calle de Capellanes, actualmente llamada del Maestro Victoria. Cuatro años después, puso en marcha una fonda en el mismo inmueble, que bautizó con su nombre.

Pero, sin duda alguna, el local más famoso del arco es la Chocolatería de San Ginés, inaugurada en 1894. Pese a que hoy figura en todas las guías turísticas de la ciudad, en su momento fue un establecimiento que frecuentaba la bohemia. En las primeras décadas del siglo XX recibió el sobrenombre de El Maxim's golfo.

En esta chocolatería Ramón María del Valle-Inclán situó la Buñolería Modernista, que aparece citada en su obra maestra Luces de bohemia (1920). Por no hablar de Benito Pérez Galdós, que también alude al Arco de San Ginés en la segunda serie de los Episodios nacionales (1875-1879).


Agosto de 2013.

Bibliografía

La Parroquia de San Ginés, de María Belén Basanta. Cuadernos de Arte e Iconografía, tomo IX, números 17 y 18. Madrid, 2000

La academia (Greco)Latina Matritense. Primera parte: su historia (1755-1849), de Pilar Hualde Pascual y Francisco García Jurado. Minerva: revista de filología clásica, número 18, Valladolid, 2005

El Pasadizo de San Ginés, de M. R. Giménez. Antiguos cafés de Madrid y otras cosas de la villa, Madrid, 2012.

lunes, 16 de septiembre de 2013

La Puerta de Recoletos

La desaparecida Puerta de Recoletos estuvo situada en el paseo del mismo nombre, muy cerca de la actual Plaza de Colón, a la altura de la Biblioteca Nacional. Fue levantada a mediados del siglo XVIII, en el contexto de construcción de las Salesas Reales, por orden del rey Fernando VI (1713-1759).

La puerta vino a sustituir a un primitivo y tosco portillo, que, dada su ubicación, casi pegado a la cerca y jardines del citado convento, no fue considerado digno de acompañar a un edificio tan excelso.

De ahí que el monarca le encargara al arquitecto francés Francisco Carlier (1707-1760), autor de las Salesas, la realización de una puerta de aire monumental, aunque, en ambos casos, fue Francisco Moradillo quien ejecutó las trabajos.

En 1756 la puerta fue concluida y, dos años después, tuvo lugar la solemne ceremonia inaugural del convento. Apenas estuvo en pie algo más de un siglo, ya que en 1863 fue desmantelada, con la intención de llevarla a otro lugar.

Nunca se produjo el traslado y sus fragmentos permanecieron dispersos por el suelo, hasta su desaparición. No obstante, algunos restos pudieron ser reciclados en diferentes obras municipales, como bancos para parques y paseos.



Desde un punto de vista funcional, la de Recoletos no era una puerta, sino un simple portillo, que era como se conocía a las entradas menores de la ciudad. Pero, desde una perspectiva arquitectónica, tal era su porte que todo el mundo la identificaba con una puerta principal, como así quedó reflejado en su topónimo.

La Puerta de Recoletos constaba de tres vanos. El principal estaba configurado por un arco de medio punto con arquivolta, coronado con un frontón triangular y flanqueado por dobles columnas compuestas, de orden dórico. En los extremos se abrían otros dos vanos, formados por arcos rebajados y balaustres encima, de menor tamaño que el central.

El conjunto presentaba una profusa ornamentación, en línea con las corrientes barrocas del momento. Los adornos se concentraban preferentemente en el frontispicio, que no solo lucía un medallón escultórico en su parte interna, sino también un escudo real con trofeos en el remate, además de dos figuras recostadas en los lados, que, al parecer, simbolizaban a la Abundancia.

Había varias inscripciones en latín, situadas sobre los vanos laterales, que los cronistas de la época, desde Antonio Ponz hasta Mesonero Romanos, calificaron de ridículas, especialmente la siguiente: "A D.O.M. reinando Fernando VI se ampliaron los caminos y los acueductos y se redujeron a forma más bella y cómoda. Abre camino, adorna, se admira, deleita. Hermosamente, con la liberalidad, erigido y extendido".



Conocemos los detalles de su diseño gracias a un dibujo que el arquitecto madrileño Juan de Villanueva (1739-1811) hizo en 1756 para la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Se conserva en el Museo de Historia de Madrid y en él podemos ver el alzado de la Puerta de Recoletos, así como su planta.



En la Biblioteca Nacional de Madrid existe otro alzado, de autoría desconocida, fechado igualmente en 1756. A diferencia del anterior, en este dibujo la puerta aparece, por alguna razón desconocida, sin los grupos escultóricos de la Abundancia y sin las rejerías de forja que cerraban los vanos. ¿Pudo haberlo hecho también Villanueva, tal vez buscando una solución más depurada, más próxima a su formación clasicista?



En esta otra imagen, un grabado perteneciente al Museo de Historia de Madrid, se aprecia que la Puerta de Recoletos estaba adosada a una tapia (parte izquierda), correspondiente a la cerca de las Salesas Reales. Por el otro lado, se extendía la antigua huerta de San Felipe Neri, donde más tarde se construiría la Biblioteca Nacional.



Y terminamos con esta fotografía, un detalle de la maqueta que León Gil de Palacio hizo en 1830 y que también se encuentra en el Museo de Historia. En la parte izquierda podemos ver la puerta y, en la derecha, el impresionante complejo de las Salesas Reales, rodeado de jardines.

lunes, 9 de septiembre de 2013

El Castillo de Aulencia

El Castillo de Aulencia o de Villafranca se encuentra en el término municipal de Villanueva de la Cañada, en un espigón donde confluyen los ríos Aulencia y Guadarrama, dentro de una finca privada.



En este paraje existió un antiguo pueblo medieval, que, según se recoge en el Libro de la Montería, escrito en la primera mitad del siglo XIV, era conocido como El Horcajo, nombre que posteriormente fue sustituido por el de Villafranca, a instancias del rey Juan II de Castilla (1405-1454).

Su primer señor fue García Hernández, aunque, en 1450, el lugar pasó a manos de Alonso Álvarez de Toledo, coincidiendo con la fundación de un mayorazgo. Lo más probable es que el castillo fuera levantado en ese momento.

Las primeras referencias de la fortificación son del 10 de marzo de 1494. En un documento datado en Medina del Campo se dicta una instrucción para que "el alcalde de Villafranca haga vida con su mujer y deje a su manceba".

Villafranca entró en decadencia en el siglo XVIII, cuando los Álvarez de Toledo perdieron la propiedad, y quedó completamente despoblada a principios del XIX. Su topónimo pervive en la actualidad en la urbanización Villafranca del Castillo.

En el siglo XX la fortaleza ya estaba arruinada. Pese a ello, durante la Guerra Civil (1936-1939), fue utilizada como refugio de una brigada de soldados soviéticos, que apoyaban al bando republicano. En julio de 1937, mientras se disputaba la Batalla de Brunete, sufrió graves daños, al ser bombardeada por las tropas franquistas.



El Castillo de Aulencia es cuadrangular. Mide aproximadamente 25 metros de lado, unas dimensiones ciertamente reducidas si las comparamos con las del Castillo Nuevo de Manzanares el Real (44 por 36) o con las del Castillo de Santiago, en Fuentidueña de Tajo (110 por 50).

Su elemento más destacado es la torre del homenaje, que ocupa la cuarta parte de la planta del conjunto. Tiene una altura de más de 20 metros y un ancho de 14 por 13. Se encuentra adosada a una de las esquinas y consta de varios pisos, aunque, dado el estado de ruina, solo es accesible el inferior. Éste consta de dos salas abovedadas, comunicadas entre sí, con entradas al patio de armas.

Con diferente grado de conservación, se mantienen en pie ocho torres semicilíndricas, cuatro de ellas situadas en los ángulos y las restantes en la parte central de los paños. Los muros tienen unos seis metros de alto y un grosor de un metro y medio.

También hay restos de una barbacana o antemuro, además de diferentes cámaras subterráneas. Tiene fábrica de mampostería con encintados de ladrillo.


Planta del castillo.

lunes, 2 de septiembre de 2013

Panorámicas madrileñas de Lebbaus

Reproducimos cinco fotografías de Lebbaus, realizadas en los años treinta del siglo XX, que nos muestran diferentes perfiles de nuestra ciudad. Más allá de su interés documental, que es mucho, hay un innegable valor artístico en estas panorámicas, fruto de una concepción marcadamente pictórica.

El autor utiliza un lenguaje que nos recuerda a la pintura del romanticismo. El recurso a perspectivas amplias y la densidad de las imágenes le permiten crear una atmósfera de ensoñación, casi enigmática, muy cercana a los postulados de los paisajistas decimonónicos.

Pero también encontramos influencias de Francisco de Goya (1746-1828), en la fuerza que alcanzan los cielos madrileños dentro de la composición. Es el caso de esta vista de julio de 1935, donde aparece nuestra célebre cornisa, engullida por una poderosa tormenta.



En esta otra fotografía, realizada también en el citado año, puede verse la fachada occidental del Palacio Real y la cúpula de San Francisco el Grande. Llama la atención la arboleda que figura en primer término, con especies típicas de jardines, como cipreses, cedros y palmeras. ¿Podría tratarse de alguna de las quintas de recreo de Carabanchel, hoy casi desaparecidas?



La siguiente panorámica corresponde igualmente a 1935. Pudo ser captada desde la Casa de Campo y en ella podemos reconocer la enorme mole del Edificio de Telefónica, además del Palacio Real, nuevamente bajo la amenaza de una tormenta.



En esta otra fotografía vemos el centro de Madrid en 1935, con la Gran Vía en primer término y el Parque de El Retiro como telón de fondo. Entre los edificios que sobresalen, reconocemos el Círculo de Bellas Artes y el Ministerio de Educación, ambos en la Calle de Alcalá, además de la antigua sede de la Unión y el Fénix, en la Calle de la Virgen de los Peligros.



Y terminamos en 1930 con esta vista de Madrid tomada desde las Ventas del Espíritu Santo. Un cielo nublado envuelve un abigarrado caserío, en el que se destaca sobremanera la Plaza de Toros Monumental, cuando aún no había sido inaugurada. Todo ello enmarcado por la imponente silueta de la Sierra de Guadarrama.