Hace pocos días el Museo del Prado inauguró una exposición sobre el pintor madrileño Martín Rico y Ortega (1833-1908), un artista de dimensión universal, considerado como el pionero del paisaje realista en nuestro país.
Aunque es conocido fundamentalmente por sus panorámicas de Venecia, la muestra nos revela su personalidad profundamente cosmopolita, con más de cuarenta paisajes de España, Suiza, Francia e Italia.
Incluso encontramos algunas vistas madrileñas, tanto de la capital como de la provincia, en las que, con permiso de otros lugares, nos detenemos en el presente artículo.
Contrariamente a lo que figura en numerosas fuentes, su ciudad de nacimiento no fue El Escorial, sino el propio Madrid. Vino al mundo hace ahora 179 años, un 12 noviembre de 1833, en la Calle de Concepción Jerónima, en pleno Barrio de La Latina.
Hijo de un sangrador, barbero y cirujano del rey Carlos IV, recibió sus primeras enseñanzas pictóricas en el Ateneo Científico, Literario y Artístico de Madrid. Su profesor, Vicente Camarón, se percató de su enorme talento y presionó a su padre para que le ingresara en la Real Academia de San Fernando.
En esta institución tuvo como maestros a Genaro Pérez Villaamil (1807-1854), tal vez el máximo exponente del paisaje romántico español, y a Federico de Madrazo (1815-1894), quien le instruyó en el manejo del color.
En un primer momento, el pintor se vio arrastrado por el romanticismo de sus maestros, pero con incursiones realistas más que evidentes. La Alcarria, Ávila, Segovia o Madrid fueron los temas principales de sus inicios pictóricos.
A esta época corresponde la obra Sierra de Guadarrama, en la que el artista, movido por su interés por el realismo, prestó una especial atención a las calidades de las rocas, de las hierbas y de los árboles representados, sin olvidar la luz, en este caso, de un atardecer.
El cuadro fue pintado directamente del natural, como a Martín Rico le gustaba hacer, todo un mérito teniendo en cuenta las limitaciones de transporte de entonces. Además, esta forma de trabajar era algo inusual entre los paisajistas contemporáneos.
Esto le permitió captar todos los matices lumínicos del ocaso, como resulta visible en las ramas superiores de los árboles. El retorcimiento del ramaje y el deambular de las nubes crean un movimiento dinámico que rompe la quietud de las piedras y de las montañas de la Cuerda Larga, que sirven de telón de fondo.
El lienzo titulado Vista de la Casa de Campo (1861) significó el cierre de su primera etapa. No tanto por lo que supuso de renovación, sino porque fue el cuadro que despertó su espíritu viajero, ya que le permitió ganar una pensión becada en el extranjero.
Su preocupación por el realismo se comprueba en el tratamiento específico de cada árbol, con una esmerada técnica que permite apreciar el movimiento y color de las hojas. Más aún, cada elemento es objeto de una pincelada diferente: mientras que en los árboles ésta se distribuye diagonalmente, en las tierras y en las riberas es horizontal y en el agua de la laguna, vertical.
En 1861 Martín Rico se estableció en Francia. Aquí hizo suyos los postulados de la Escuela de Barbizon, que tenía en el realismo su bandera, izada en clara reacción al romanticismo. Será el comienzo de su gran éxito de ventas y de su reconocimiento internacional.
En 1870 regresó a España. Su amistad con Mariano Fortuny (1838-1874) revolucionará su lenguaje pictórico. El realismo en el que había encontrado cobijo dejará paso a un periodo de luminosidad y frescura, cercano al impresionismo.
Este extremo se refleja en esta vista de la La Sierra de Guadarrama desde las cercanías de El Escorial, donde el artista se reencontró con uno de sus temas preferidos. Como hiciera durante su juventud, Martín Rico volvió a subir a las montañas madrileñas, pero ahora desde una óptica completamente diferente.
El gusto por las calidades y el detalle de sus primeros años dejan su lugar a un sutil mundo de matices cromáticos, donde los diferentes elementos se imbrican, sin las rigideces de antes, como si quisieran formar parte del mismo todo.
Tras varios años recorriendo la geografía europea para plasmarla en sus lienzos, el artista abrió un hueco para su Madrid natal durante una breve estancia en junio de 1882. Fue suficiente para pintar este magnífico Puente de Toledo, de rasgos impresionistas, cedido por el Museo de Historia para la exposición de El Prado.
El templete de Santa María de la Cabeza se destaca en una composición de fuerte plasticidad, dominada por los juegos de luces y sombras. Entre los edificios representados, podemos reconocer la Iglesia de San Cayetano. En un plano intermedio, se elevan las estatuas de los reyes hispanos, concebidas para el Palacio Real, que estuvieron durante un tiempo en las proximidades del puente.
Las cuatro pinturas que han ocupado nuestra atención son tan sólo una pequeñísima parte de una muestra donde el protagonismo indiscutible lo alcanza Venecia, la ciudad donde el artista vivió su época de madurez y de la que se exhiben once espléndidos óleos, procedentes de los museos de todo el mundo.
Hijo de un sangrador, barbero y cirujano del rey Carlos IV, recibió sus primeras enseñanzas pictóricas en el Ateneo Científico, Literario y Artístico de Madrid. Su profesor, Vicente Camarón, se percató de su enorme talento y presionó a su padre para que le ingresara en la Real Academia de San Fernando.
En esta institución tuvo como maestros a Genaro Pérez Villaamil (1807-1854), tal vez el máximo exponente del paisaje romántico español, y a Federico de Madrazo (1815-1894), quien le instruyó en el manejo del color.
En un primer momento, el pintor se vio arrastrado por el romanticismo de sus maestros, pero con incursiones realistas más que evidentes. La Alcarria, Ávila, Segovia o Madrid fueron los temas principales de sus inicios pictóricos.
A esta época corresponde la obra Sierra de Guadarrama, en la que el artista, movido por su interés por el realismo, prestó una especial atención a las calidades de las rocas, de las hierbas y de los árboles representados, sin olvidar la luz, en este caso, de un atardecer.
El cuadro fue pintado directamente del natural, como a Martín Rico le gustaba hacer, todo un mérito teniendo en cuenta las limitaciones de transporte de entonces. Además, esta forma de trabajar era algo inusual entre los paisajistas contemporáneos.
Esto le permitió captar todos los matices lumínicos del ocaso, como resulta visible en las ramas superiores de los árboles. El retorcimiento del ramaje y el deambular de las nubes crean un movimiento dinámico que rompe la quietud de las piedras y de las montañas de la Cuerda Larga, que sirven de telón de fondo.
El lienzo titulado Vista de la Casa de Campo (1861) significó el cierre de su primera etapa. No tanto por lo que supuso de renovación, sino porque fue el cuadro que despertó su espíritu viajero, ya que le permitió ganar una pensión becada en el extranjero.
Su preocupación por el realismo se comprueba en el tratamiento específico de cada árbol, con una esmerada técnica que permite apreciar el movimiento y color de las hojas. Más aún, cada elemento es objeto de una pincelada diferente: mientras que en los árboles ésta se distribuye diagonalmente, en las tierras y en las riberas es horizontal y en el agua de la laguna, vertical.
En 1861 Martín Rico se estableció en Francia. Aquí hizo suyos los postulados de la Escuela de Barbizon, que tenía en el realismo su bandera, izada en clara reacción al romanticismo. Será el comienzo de su gran éxito de ventas y de su reconocimiento internacional.
En 1870 regresó a España. Su amistad con Mariano Fortuny (1838-1874) revolucionará su lenguaje pictórico. El realismo en el que había encontrado cobijo dejará paso a un periodo de luminosidad y frescura, cercano al impresionismo.
Este extremo se refleja en esta vista de la La Sierra de Guadarrama desde las cercanías de El Escorial, donde el artista se reencontró con uno de sus temas preferidos. Como hiciera durante su juventud, Martín Rico volvió a subir a las montañas madrileñas, pero ahora desde una óptica completamente diferente.
El gusto por las calidades y el detalle de sus primeros años dejan su lugar a un sutil mundo de matices cromáticos, donde los diferentes elementos se imbrican, sin las rigideces de antes, como si quisieran formar parte del mismo todo.
Tras varios años recorriendo la geografía europea para plasmarla en sus lienzos, el artista abrió un hueco para su Madrid natal durante una breve estancia en junio de 1882. Fue suficiente para pintar este magnífico Puente de Toledo, de rasgos impresionistas, cedido por el Museo de Historia para la exposición de El Prado.
El templete de Santa María de la Cabeza se destaca en una composición de fuerte plasticidad, dominada por los juegos de luces y sombras. Entre los edificios representados, podemos reconocer la Iglesia de San Cayetano. En un plano intermedio, se elevan las estatuas de los reyes hispanos, concebidas para el Palacio Real, que estuvieron durante un tiempo en las proximidades del puente.
Las cuatro pinturas que han ocupado nuestra atención son tan sólo una pequeñísima parte de una muestra donde el protagonismo indiscutible lo alcanza Venecia, la ciudad donde el artista vivió su época de madurez y de la que se exhiben once espléndidos óleos, procedentes de los museos de todo el mundo.
Hola Jesus. Precioso post, dedicado a este pintor madrileño, me temo que poco conocido.
ResponderEliminarGracias por recordarnoslo y enseñarnos su pintura "madrileña".
Un abrazo
Hola José:
EliminarMe da la sensación de que Martín Rico es más conocido fuera de España, que entre nosotros. Exceptuando el Museo del Prado, que reúne varios cuadros suyos, los restantes museos españoles apenas tienen obras de este pintor.
Muchas gracias y un abrazo, Jesús
Hola Jesús,
ResponderEliminarLa exposición debe ser fantástica pero después de leer y aprender tanto con tu artículo ya no hace falta desplazarse hasta allí!!. En el tercer paisaje hasta se reconoce "siete picos" de la sierra madrileña semiocultos por pequeñas nubes.
Un abrazo
Hola Antonio:
EliminarEs sorprendente la cantidad de cuadros, escritos... que ha inspirado la Sierra de Guadarrama. Nuestras montañas son, como el río Manzanares, pero al revés. Si al pobre río lo han ridiculizado hasta la saciedad, la sierra siempre ha sido objeto de admiración por parte de los artistas.
Muchas gracias y un fuerte abrazo, Jesús
Hola Jesús,
ResponderEliminarMagnífica muestra del paisajismo madrileño. La verdad es que releja los riscos y carrascales serranos con una luz y un realismo impresionante (aunque la obra veneciana no tiene desperdicio).
¡Es que, nuestro Madrid da para mucho!
Felicidades por el post.
Un abrazo.
Hola Manuel:
EliminarEs lo bueno de este artista, que consiguió una dosis de realismo en su pintura, que, en su evolución posterior, dejó paso a cuadros resplandecientes y luminosos, como cuando se despeja un día después de haber llovido. La serie de Venecia es impresionante: la ciudad le inspiró y le marcó un estilo que aún hoy nos sorprende.
Un abrazo y muchas gracias, Jesús
Menudo artículo, Jesús, completísimo, ¡felicidades!.
ResponderEliminarLa expo es preciosa, va a ser un exitazo seguro.
un abrazo
Muchas gracias Mercedes. Al menos, se da a conocer a uno de los pintores españoles más importantes del siglo XIX, poco conocido en nuestro país, y eso ya es mucho.
ResponderEliminarUn abrazo!!
Es acojonante el tipo este.
ResponderEliminarGracias!
Ésa es la palabra. Gracias a ti!!!
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